OPINIÓN. Los problemas tienen por telón de fondo la despartidización, que les hace casi imposible a los políticos cooperar para concebir innovaciones.
Dos lugares comunes se propagan por nuestra sociedad: la decadencia argentina y la incompetencia de nuestros políticos. Las élites políticas, ineficaces y predatorias, son consideradas principales responsables de nuestro rumbo colectivo periclitante, debido a su incapacidad para cooperar, innovar, imaginar y concretar cambios, en lugar de repetirse constantemente a sí mismas. Aquí sólo intentaré indagar sobre las causas de esta trayectoria tan enfadosa. Quizás ese paso ayude a encontrar soluciones.
Hipotéticamente, la acción competente del político es función de variables:
- talento individual
- formación profesional
- experiencia
- elevados incentivos para la vida cívica
- ambiente institucional adverso al despotismo
- muy bajos incentivos para la corrupción.
Por otra parte, la relación entre desarrollo político y desarrollo económico no es lineal, pero parece claro que, si se presentan obstáculos al desarrollo económico, esos obstáculos repercuten en lo político (se puede identificar un círculo vicioso).
La política como fuente de oportunidad material
Un aspecto de este problema tiene que ver con las personas: es más fácil que se produzca una selección negativa general. En un marco de estancamiento, la política pasa a ser vista simplemente como fuente de oportunidad material y social personal por muchos más individuos, y los sectores sociales que más sufren el estancamiento son percibidos como masa de maniobra por el poder político.
El Estado se clienteliza más y asimismo lo hace la política de partidos. Se tornan más borrosos los límites entre lo legal y lo ilegal, se debilita el gobierno de la ley, se generaliza la anomia boba. Naturalmente, todo esto tiene un impacto en la estructura del gasto y en la calidad de las políticas públicas. La lógica manda, y en este caso creo que acierta, que en países que experimentan una decadencia prolongada, decaiga pari passu la política porque principalmente decaen las capacidades de innovación y acción cooperativa del personal político. En ese marco, mucha gente común puede pensar casi en cualquier cosa, en un régimen autoritario, en una democracia directa, en la guerra civil o en los grandes acuerdos nacionales.
Llegados aquí, podríamos detenernos en una cuestión muy trillada: la desafección democrática, la defección y el retraimiento de los sectores y los individuos, que se entusiasmaron con ella; los alicientes para la vida cívica fueron disminuyendo, y las fuentes del talento individual se fueron secando.
El primer baño de realidad sobrevino en los 80, en el ciclo político que culminó con la hiperinflación y el adelantamiento de la transmisión del mando; luego hubo otros, que se intercalaron con algunos episodios reconfortantes o extraordinarios, como el juicio a las Juntas. Pero el balance es, para la gran mayoría, muy negativo: el espectro de la decadencia proyecta su sombra sobre el futuro. ¿Por qué, entonces, van a permanecer en el juego? Junto a un puñado de buenos o excelentes políticos de buena fe, deberían soportar en ese caso a otros jugadores: los logreros de cualquier madera, las élites que cuidan su poder y sus negocios en los tres niveles del estado, unos pocos románticos y algunos profesionales que quieren hacer carrera al modo que dé. Podríamos quedarnos aquí: el retraimiento de gran parte de los ciudadanos potencialmente capaces que son desalentados por la pésima reputación actual del oficio del político. Pero creo que precisamos una explicación más completa, y más ligada al proceso político propiamente dicho.
Un primer punto de inflexión lo tenemos en 1983
Con la recuperación de la democracia, se percibieron muy rápidamente los amplísimos y muy negativos efectos de la dictadura. A los más conocidos, no me voy a referir aquí, pero quiero enfatizar el deterioro del gobierno de la ley, de los vínculos de autoridad y confianza, la reedición de la práctica del atajo como modo de elusión de los conflictos (con los consiguientes costos fiscales y las decepciones, porque por un lado esos atajos conducen a malos resultados y por otro permiten medrar a los agentes partidarios y burocráticos).
Es un marco en el que las variables que hemos mencionado –talento, formación profesional, experiencia, elevados incentivos cívicos, ambiente institucional adverso al despotismo, bajos incentivos para la corrupción– configuran desfavorablemente el ambiente en el que se reproducen esos problemas y condicionan la formación de la clase política. La reacción mayoritaria de esta fue volcarse sobre sí misma.
Recuerdo, inmediatamente después de la crisis militar de Semana Santa de abril de 1987, un comentario de un diputado nacional, muy joven y muy inteligente, integrante de la Renovación Peronista, que expresó en confianza: “hay que entender que nos están atacando en particular a nosotros, vienen por nosotros, es de vida o muerte, y nuestra prioridad tiene que ser cerrar filas en nuestra defensa, atendernos a nosotros mismos”.
Quizás en ese momento no todos captamos el vasto significado que tenían esas palabras. Pero no les costó demasiado alinearse con esa palabra de orden: ya lo estaban haciendo. Ahí estaba la entera estructura estatal dejada por la dictadura militar que les allanó el camino. No se trata apenas de corrupción: como sabemos, la arbitrariedad se puede ejercer selectivamente a favor del agente, del representante, sin violar la ley. Una vez más, es una cuestión de incentivos institucionales. El legado siniestro de la dictadura tiene este costado sombrío, poco visible, y muy apreciado por muchos miembros, ciertamente no todos, de la clase política.
Así, se fueron gestando y generalizando lentamente cinco tendencias:
- la desconfianza
- las dificultades para la cooperación (la evaporación de la moneda es emblemática)
- la despartidización de los políticos
- la antipolítica
- la hiperrepresentación.
Políticos y resultados con menos calidad
Se acortaron los tiempos y plazos de la política y se redujo la calidad de los propios políticos y de los resultados de su acción. Recordando su gestión bajo la égida de Eduardo Duhalde, Remes Lenicov observa: “pudimos hacer nuestro programa porque contamos con la cooperación de los dos partidos mayoritarios, y fuimos a un shock necesario. A los dos meses, ya tenía a los gobernadores golpeándome la puerta”.
Claramente desde 2001 estamos en una nueva etapa, marcada por la institución del reino de la antipolítica y la hiperrepresentación, las dos caras de una misma moneda que se viene acuñando desde lejos.
La antipolítica no ha nacido, por cierto, en el seno de los partidos o grupos políticos; pero estos se desesperan y se sienten casi obligados a expresarla, buscando reconectarse con sus electorados (y los electorados que pierden sus competidores, claro) del modo que sea.
Entra aquí la lógica de la hiperrepresentación, tanto por la negativa como por la positiva: los políticos se prohíben a sí mismos decir cosas que suponen que el público no quiere oír, y lo adulan de viva voz, depositando en él la sabiduría y el conocimiento. La sanata, la ausencia de argumentaciones que combinen medios-fines, la reiteración hasta el cansancio de frases hechas, no son sólo resultado de una tendencia, extendida en Latinoamérica populista, a disimular los costos de las medidas concesivas (como argumenta Marcelo Cavarozzi); también de esta combinación de antipolítica e hiperrepresentación.
“En lugar de ocuparse de los problemas de la gente, los políticos se la pasan discutiendo por sus candidaturas”. ¿Quién dijo esto en pleno año electoral? Sería razonable esperarlo de parte de mi diariero. Pero no. Lo escuchamos de un importantísimo dirigente político de Juntos por el Cambio.
La mejor expresión de la moneda de la antipolítica y la hiperrepresentación es Milei, porque ha establecido un coupling perfecto, frente al electorado, entre la antipolítica (“la casta”) y la hiperrepresentación: la solución instantánea de la inflación por medio de la dolarización.
Pero estos problemas tienen por telón de fondo la despartidización de los políticos, que les hace casi imposible cooperar, tal como lo hemos visto en estos tiempos, para concebir innovaciones. Aunque formalmente los políticos actúan dentro de partidos, velan cada vez más por sus intereses particulares (sean o no legales); los partidos se atomizan, y se reducen a mínimas expresiones que son incapaces de actuar conjuntamente. Como esto es palpable, la atracción hacia la política de partidos por parte de personas genuinamente interesadas y capacitadas es menor. No es fácil salir de la trampa de la decadencia política.
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