El austríaco Leopoldo Von Sacher-Masoch cambió las reglas del juego cuando publicó “La Venus de las pieles” en 1870, una historia entre una viuda dominatriz y un joven que se proclama su “esclavo en el amor”. ¿Por qué vuelve en pleno siglo XXI?
Si la literatura cuenta y da cuenta de todos (todos) los sentimientos humanos, ¿cómo narra particularmente el erotismo cruel, la sensualidad exacerbada, sufriente y dolorosa, la escena que cruza placer y sufrimiento? ¿Cómo se pone en palabras el devenir de pasiones y cuerpos entramados en perversiones y manías, esos sentimientos y vivencias que en la historia de la humanidad supimos sembrar y cosechar en diversos formatos y a través del tiempo?
La pregunta es bien amplia, pero vale la pena el desafío: ¿De qué manera se cuenta la piel que tiembla ante el placer del dolor, ese fino sudor de cada poro, el estremecimiento de la entrepierna en la amenaza, la respiración que se agita porque quiere y no quiere, la sed de morder y sangrar? Esas pasiones turbulentas que –más allá de la trama o el plot– se juegan en escenas en las que se entrelazan muslos, pies, lenguas, manos, pechos y otras zonas impactan en cada milímetro de piel de quien lee.
Porque si el terror da terror, la literatura erótica erotiza. Y el relato de lo que la ciencia luego llamó masoquismo, y sadismo también, tiene su origen en la palabra literaria (que sólo después dio lugar a la historia clínica, la narrativa médica).
Leemos con todo el cuerpo. Especialmente literatura erótica (o sádica o masoquista, si tales clasificaciones valieran para la crítica literaria). Bienvenido este efecto físico de leer ejercido (a veces en secreto) por lectores voyeurs de ayer y de hoy, de páginas escandalosas, atrevidas, excitantes: bienvenidos a mirar a través de la mirilla a algunos personajes (o autores) que hacen arte y parte en la literatura de las pasiones desenfrenadas.
Porque en estos días vuelve a las librerías La Venus de las pieles (editado por Del Fondo), una novela escrita por el austríaco Leopoldo Von Sacher-Masoch, que fue publicada por primera vez en 1870 y que conmovió a la crítica y también a la teoría psiquiátrica y luego a la psicoanalítica. El término masoquista, que tan livianamente utilizamos a veces, tiene su origen en el apellido de este señor, escritor que en pleno siglo XIX publicó también otras escandalosas novelas como Agua de juventud, que retrata la sangrienta historia de la condesa Isabel Báthory, la condesa sangrienta, la misma que luego tomaría Alejandra Pizarnik para su libro homónimo.
Esta condesa fue una famosa asesina serial de niñas y jovencitas (se dice que mató a más de 500 menores) de quienes pretendía tomar su belleza. Otras novelas de Von Sacher-Masoch, La pescadora de almas y La madre de Dios, tratan de sectas místicas, mientras que La mujer divorciada, que en su momento fue un gran éxito, se inspira en la infeliz relación que el propio Masoch mantuvo con madame Kottowittz, en donde el narrador es víctima consentida de castigos, humillaciones e incluso dolores físicos.
Lo cierto es que Leopold tenía algunas obsesiones y una pluma exquisita: La Venus de las pieles viene a contar la fascinación que un joven siente por una viuda de belleza (casi) celestial, al punto de entregarse como esclavo sexual y lacayo todo terreno a los caprichos de la señora, una ricachona cruel, inteligente, irresistible.
Sacher-Masoch tenía además un proyecto de escritura muy claro: su serie de novelas El legado de Caín estaba dedicada a tratar todos los grandes temas de la vida contemporánea: el amor, la propiedad, el Estado, la guerra, el trabajo y la muerte, pero sólo pudo completar las series sobre el amor y la propiedad; del resto no quedan más que esbozos.
La Venus de las pieles es una novela redonda, nítida, brillante: 128 sucintas páginas de belleza desbordante y pasión ciega. Dice Severino, su narrador: “La Venus es hermosa, y la quiero tan apasionadamente, tan dolorosamente, tan profunda, tan locamente como se puede amar a una mujer; y ella responde a este amor con una sonrisa eternamente semejante, eternamente tranquila, una sonrisa de piedra. En una palabra: la adoro”.
Este romántico comienzo da lugar a un acercamiento del narrador a su objeto de deseo, una Venus maravillosa, encarnada en una viuda que vive en la casa de enfrente y que le hace algunas propuestas.
Amame con dolor
Pero junto con estos aspectos vendedores y sabrosos para el lector voyeur, La Venus de las pieles tiene un profundo planteo filosófico –que igual que el Marqués de Sade– atenta contra las instituciones de la época, especialmente, contra el matrimonio y, más ampliamente, contra cualquier atisbo de amor posesivo o dominante, especialmente para la mujer (¡atención feministas!).
Dice Wanda Dunaiew, la protagonista que se transforma en la Venus de las pieles para al narrador: “…yo para estar tranquila, quiero amar y vivir como Helena y Aspasia vivieron. La naturaleza no ha hecho durables las relaciones del hombre y la mujer (…) solo es el egoísmo del hombre, que quiere enterrar a la mujer como un tesoro. Toda tentativa para asegurar el amor, mediante ceremonias santas, juramentos y pactos durables en el cambio constante de la existencia humana, constituye un desastre. ¿Me negará usted que nuestro mundo cristiano ha entrado en la putrefacción?”.
Wanda y Severino sostienen durante toda la novela una alucinada charla que llega a un punto crucial:
“–¿Quiere usted ser mi esclavo? –dice ella.
–En amor – repuse yo, con solemne sinceridad”.
El pacto está en marcha: firman un acuerdo y empieza una frenética novela de viaje, iniciación, de celos, sensualidad y pasión descontrolada. Y masoquismo, ¡claro! Porque es Wanda la que lleva ostensiblemente por primera vez en la historia de la literatura el atuendo típico del BSDM: las botas, el látigo corto, las máscaras, las chaquetas, las pieles, la posición de dominatriz caldeada por la atracción sumisa e incontenible de su esclavo.
Vaya un párrafo (para despuntar el vicio): “Nuevo traje fantástico. Medias botas rusas de terciopelo azul violeta adornadas de armiño: traje de la misma tela levantado por estrechas bandas y escarapelas de piel; un abrigo corto ajustado, correspondiente al traje y también ricamente orlado y forrado de armiño; una alta toca de esta piel a lo Catalina II, sostenido por un alfiler de brillantes y los cabellos incandescentes cayendo sobre las espaldas. Asi es como ha subido al coche, que guía ella misma. Yo me senté detrás. Había que verla fustigar a los caballos. Iban volando”.
Venus en el siglo XXI
¿Qué necesidad del mercado o de los lectores fueron detectadas para poner en circulación esta antigua novela? ¿Por qué leer La Venus de las pieles en pleno XXI? “Buscamos diferenciarnos publicando los clásicos que menos han circulado en el mercado. La literatura erótica estaba dentro de nuestros planes y creemos que es un buen momento para que sea complemento de nuestra oferta romántica”, dicen las editoras de Del Fondo Editorial.
“Hace poco más de diez años, cuando los rankings de todo el mundo estaban liderados por la novela de E. L. James, Cincuenta sombras de Grey, era muy común encontrar sectores en las librerías con libros eróticos que las editoriales lanzaban con la intención de sumarse al fenómeno. Hoy en día es más posible encontrar algunas de ellas en las mesas de saldo que en los catálogos de las editoriales. En la actualidad, con la tecnología de impresión a demanda más difundida, nos permite volver a explorar categorías que fueron exitosas con una inversión y riesgo razonable”, suman desde el sello editorial.
El mercado editorial y el mercado del sexo tienen sus puntos en común: oferta demanda, el clásico de la economía, al que se suma el tiempo que talla nuevos formatos para la vieja ceremonia de la lectura, y de la lectura de erótica: ¿qué posibilidades de lectura y de escritura habilita la puesta en circulación en este presente de una novela como La Venus de las pieles?
El equipo editorial de Del Fondo señala: “Como se vive el sexo en los tiempos de hoy, no creemos que ninguna novela habilite o no a algo en particular, pero elegimos comenzar la colección erótica por La Venus de las pieles porque si bien es uno de los clásicos más importantes del género, la historia de una dominatriz y su cliente masoquista es un vínculo poco habitual en las publicaciones de todas las épocas”.
Desde arriba o por debajo, también de atrás para adelante; desde el presente hacia la historia de la literatura, y en ese plan, entonces, aparece el Divino Marqués. Porque él lo hizo antes.
Justine, el tocador y después
Dicen que en privado, Gustave Flaubert se dirigía a él como “el gran Sade” y que Apollinaire llegó a decir que fue “el espíritu más libre que jamás haya existido”, pero fueron los surrealistas quienes lo llamaron Divino Marqués: Donatien Alphonse François de Sade, el Marqués de Sade, nació en París en 1740 y murió en el Hospital de San Mauricio, Saint-Maurice, en Francia en 1814.
Fue testigo, fustigador y mentor, a su manera, de la Revolución Francesa. Criticó a la nobleza con descaro, practicó la escritura vehemente, pasional y cruda en épocas en que la división entre filosofía y literatura aun no existía, porque desde la filosofía se narraba y desde la narración se filosofaba. Sade fue, sencillamente, una pluma brillante: irónico, preciso, de sintaxis generosa y adjetivos ocurrentes e iluminadores, polémico y audaz, y con un programa literario propio y no negociable.
El pequeño problema –para el poder y la burguesía en ascenso –es que el Divino Marqués era claramente un depravado. El término “sadismo”, que justamente se debe a este personaje y su producción escrita, fue acuñado por Krafft-Ebing (1886), en el mismo libro que describió al “masoquismo”, y titulado Psychopathia sexualis.
El sadismo describe y analiza ciertas fantasías y comportamientos tendentes a infligir dolor durante las relaciones sexuales: “El sádico experimenta excitación sexual cuando controla, domina, infringe dolor y humilla al objeto de su deseo”, apuntó Krafft- Ebing, mientras que masoquista es quien experimenta excitación sexual cuando es humillado, golpeado, atado o es objeto de algún otro tipo de abuso.
El proyecto literario de Sade va desde los cuentos breves de tono picaresco y casi pueril (con moralejas y una clara defensa del amor) hasta la casi intolerable novela Los 120 días de Sodoma, en donde el autor compila atrocidades de índole sexual con la excusa de la celebración de una orgía, pasando por la escandalosa Justine o los infortunios de la virtud, que fue publicada en su primera versión en 1787, y luego, en versión aumentada, en 1791, para ser censurada y olvidada hasta el siglo XX. (¡Gracias Apollinaire!)
Porque al igual que otros clásicos que se animaron al tema erótico (Ovidio, por ejemplo, o Boccaccio, en 1353), Sade pone a jugar personajes que tienen en claro sus objetivos, sus ideas y, sobre todo, su curiosidad, sus ganas de aprender sobre el ejercicio del amor y del sexo. Y desde ese deseo de saber, avanzan en juegos cada vez más delirantes o escabrosos.
Es notorio como otra vez, por detrás, por encima o por debajo de la parafernalia sexual que plantea la trama de cada una de estas obras, la narrativa avanza contra el poder político, el poder opresor, el poder de las instituciones, llámese monarquía, sistema de salud o matrimonio. Es contra el poder que se escribe; el poder que domina en el ágora, en el trono, y llega a la alcoba, al tocador.
La filosofía en el tocador está dedicada a los lectores del pueblo, a los libertinos (¿tendrán algo que ver con la libertad?). “A vosotros, voluptuosos de todas las edades y de todos los sexos, solo a vosotros ofrezco este libro: nutríos de sus principios, que favorecen vuestras pasiones; pasiones con las que fríos y ramplones moralistas os espantan y que son solo los medios que utiliza la naturaleza para lograr que el hombre llegue a comprenderse como ella misma lo comprende: escuchad únicamente a esas deliciosas pasiones: su órgano es el único que ha de conduciros a la felicidad”, escribe Sade.
Y sigue: “Mujeres lúbricas, que la voluptuosa Saint- Ange sea vuestro modelo (…) Muchachas contenidas demasiado tiempo por las ligaduras absurdas y peligrosas de una virtud quimérica y de una religión repugnante, imitad a la ardiente Eugenia; destruid, pisotead, tan rápido como ella, todos los preceptos ridículos inculcados por padres imbéciles. Y vosotros amables libertinos, que desde vuestra juventud ya no tenéis mas frenos que vuestros deseos ni más leyes que vuestros caprichos, que el cínico Dolmancé os sirva de ejemplo; id tan lejos como él, si como el deseáis recorrer todas las sendas floridas que os depara la lubricidad…”.
Saint Ange, Eugenia y Dolmancé son protagonistas de La filosofía en el tocador, que avanza en diálogos (a la manera de Platón y otros filósofos clásicos) para adentrarse en las disquisiciones y prácticas del amor y el placer sexual. Proyectos obscenos, curiosidad, excitación, placeres del cuerpo, pactos y reglas para juegos en los que todos los protagonistas pierden el control de sus cuerpos y mentes, y entonces aprenden.
Porque si la Modernidad puso la razón como vencedora frente a los arrebatos de la pasión (pienso, luego existo) y el psicoanálisis vino a coronar esa postura intelectualista ante la vida (al menos en Occidente y sobre todo para cierta clase dominante), Sade, Ovidio, Bocaccio, Sacher-Masoch y tantos otros se ubican del lado de las pasiones, del lado de la poesía también, de lo inexplicable y voluptuoso, del amor y más allá: del deseo.
En la academia no, en la cama sí
Imágenes, narrativas, metáforas, escenas explícitas que ruborizan a los estudiosos engominados y hacen tartamudear a profesores trepados a sus estrados. Literatura que arma otro circuito, que va de la cama al living y vuelve a la cama. Recordemos que durante el aislamiento de la pandemia, por ejemplo, muchos especialistas (sexólogos y algunos críticos literarios incluso) recomendaban leer en pareja novelas eróticas y de alto voltaje como estímulo para la tensión sexual, aletargada por la convivencia obligatoria y la lavandina ídem.
Quizá sea por eso de que el cerebro es nuestro principal órgano sexual, donde ocurre el deseo, la fantasía, la curiosidad; donde se domina –o felizmente se pierde el control – del cuerpo. Donde la sexualidad se entrama con la literatura y ambas encienden el deseo e invitan a jugar.
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