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En 2109, el doctor Nelson Castro se reunió con el Papa Francisco durante más de una hora. Le hizo una profunda entrevista sobre su salud, el historial de sus afecciones y sobre aspectos de su personalidad

En 2019 el doctor Nelson Castro se entrevistó durante más de una hora con el Papa Francisco. La operación pulmonar que quisieron utilizar para sacarlo de la carrera papal, la operación de vesícula que casi le cuesta la vida, el preinfarto detectado a tiempo. Su relación con los médicos y un ping pong sobre dolores, temores, angustias y defectos. Un extracto del capítulo dedicado a Francisco del libro “La salud de los Papas”.

Roma, sábado 16 de febrero de 2019. (…) Los jardines del Vaticano lucen toda su belleza. Se observa un movimiento intenso en su entorno: sacerdotes, obispos, cardenales, personal de maestranza, jardineros, los guardias suizos y el personal de seguridad yendo y viniendo en medio de un estruendoso silencio. Todo luce impecable.

Tras atravesar el jardín, me hallo ya en el patio interior del Palacio Apostólico. Los guardias examinan mi esquela de invitación y me franquean el paso. Uno de los mayordomos me acompaña hasta el ascensor que nos lleva al tercer piso. Allí, otro mayordomo me conducirá por distintos ámbitos del Palacio —en los que la historia se hace presente a cada paso— hasta un salón de espera. Son las 10:45. A las 10:55, se abre la puerta y aparece monseñor Luis Rodrigo, un sacerdote argentino. Es delgado, de mediana estatura, y hace gala de una exquisita amabilidad. Me invita a ver dos esplendentes cuadros de Rafael, el gran pintor italiano del Renacimiento, y una serie de artesanías de los pueblos originarios del Perú que le fueron obsequiadas al Papa durante uno de sus viajes. A las 10:58 se abre la puerta de la biblioteca y sale un cardenal con el cual el Sumo Pontífice ha tenido una reunión de quince minutos. “En dos minutos lo recibe a usted”, me señala monseñor Rodrigo. Y a las 11 en punto —tal cual estaba pautado— la puerta de la biblioteca se abre. Y allí me está aguardando Francisco.

Lo veo sonriente y animado. Me estrecha la mano con firmeza. Su rostro es lozano, juvenil. Su mirada es vivaz. Sabe que va a protagonizar un hecho único: por primera vez un papa va a hablar en forma extensa y detallada sobre su salud. Será una larga entrevista de una hora y quince minutos que hará historia. Lo veo feliz.

—¿Cómo está de salud, Santidad?

—Muy bien. Gracias a Dios estoy muy bien. Me siento con energías y con ganas. Tengo 82 años y me encuentro pleno.

—A lo largo de su vida usted atravesó algunas dolencias delicadas y graves.

—Sí. Pasé por momentos delicados.

Un antecedente que pudo costarle el papado

—Siendo más joven, padeció un cuadro pulmonar severo. ¿Cómo fue?

—Corría 1957. Me hallaba cursando el segundo año de seminario en el Seminario de Devoto. Ese invierno había habido una fuerte epidemia de gripe que afectó a muchos de los seminaristas. Entre ellos, estaba yo. Pero lo cierto es que mi caso evolucionó de una manera más tórpida.(…) Seguí padeciendo un cuadro febril que no cedía. En aquel momento había en el seminario un hermano que había sido maquinista de locomotora y al que le habían asignado tareas de enfermero, que manejaba los casos con una regla bastante curiosa. Para los dolores daba Cafiaspirina. Para los cuadros digestivos de tipo diarreicos, daba sulfas. Y para las afecciones de la piel daba tinturas a base de yodo. Así que yo tomé las aspirinas como él indicó pero sin obtener ninguna mejoría.

Ante esta situación, el director del seminario me dijo: “No estás bien. Te voy a llevar al Hospital Sirio Libanés para que te hagan estudios para saber qué te está pasando”. A la mañana siguiente, me subió a su auto y me condujo al hospital. Allí me vio el director, doctor Apud, quien, al saber de mi cuadro clínico, llamó al doctor Zorraquín, un destacado neumonólogo que, luego de revisarme, ordenó estudios de laboratorio y radiografías de tórax. En aquella época no había tomografía computada ni resonancia nuclear magnética. Al ver las radiografías, el especialista encontró tres quistes en el lóbulo superior del pulmón derecho. Había también un derrame pleural bilateral que me producía dolor y dificultad respiratoria. Por lo tanto, luego de analizar minuciosamente mi caso, procedió a la realización de una punción pleural para extraer el líquido. Tras ello, comenzaron a tratarme y, para el mes de octubre, cuando ya estaba recuperado, me anunciaron que debían operarme para extirpar el lóbulo afectado porque existía la posibilidad de una recaída.

—¿Cómo lo vivió? ¿Pensó que podría tener cáncer?

—Tenía 21 años. A esa edad uno se siente omnipotente. No es que no estuviese preocupado, pero siempre tuve la convicción de que me iba a curar. La operación fue una gran operación. La cicatriz de la incisión quirúrgica que me hicieron va desde la base del hemitórax derecho hasta su vértice. Fue una intervención cruenta. Según me contaron, se trabajó con el separador de Finochietto (un separador intercostal a cremallera que se usa en las operaciones torácicas) y se debió hacer mucha fuerza. Al recuperarme de la anestesia, los dolores que sentí fueron muy intensos.

Una afección juvenil en el pulmón que fue solucionada con una intervención quirúrgica sirvió para que los que no querían que fuera consagrado como Sumo Pontífice echaran a correr rumores sobre su salud.
Una afección juvenil en el pulmón que fue solucionada con una intervención quirúrgica sirvió para que los que no querían que fuera consagrado como Sumo Pontífice echaran a correr rumores sobre su salud.

—¿Le quedó alguna alteración de la función respiratoria?

—La verdad, no. La recuperación fue completa y nunca sentí ninguna limitación en mis actividades. (…) Nunca experimenté fatiga o falta de aire. Según me han explicado los médicos, el pulmón derecho se expandió y cubrió la totalidad del hemitórax homolateral. Y la expansión ha sido tan completa que, si no se le advierte del antecedente, solo un neumonólogo de primer nivel puede detectar la falta del lóbulo extirpado.

El asunto del pulmón estuvo a punto de jugar un rol clave en el intento de los adversarios del entonces cardenal Jorge Bergoglio de impedir su elección. Quien dio cuenta de esto fue el arzobispo de Tegucigalpa, cardenal Óscar Andrés Rodríguez Maradiaga: “Ciertamente, no puedo decir qué sucedió dentro de la Sixtina durante el cónclave, pero puedo decir esto: cuando la figura del arzobispo de Buenos Aires comenzó a emerger como el nuevo posible papa, ellos comenzaron a moverse para frenar el plan de Dios que estaba a punto de concretarse. Alguien que estaba apoyando a otro cardenal papable, en efecto, difundió el rumor en Santa Marta de que Bergoglio estaba enfermo ya que le faltaba un pulmón. Fue en este punto donde yo tomé coraje. Hablé con otros cardenales y les dije: ‘OK, voy a ir a preguntarle al arzobispo de Buenos Aires si estas cosas son realmente ciertas’. Cuando fui a verlo, le pedí perdón por la pregunta que estaba a punto de formularle. El cardenal Bergoglio se sorprendió mucho, pero confirmó que aparte de un poco de ciática y una pequeña operación en su pulmón derecho para la remoción de un quiste cuando era joven, él no tenía ningún problema de salud de importancia. Su respuesta fue un verdadero alivio: el Espíritu Santo, a pesar de los obstáculos de las camarillas, estaba soplando sobre la persona correcta”. (…)

—Padeció usted una delicada afección en la vesícula. ¿Cómo fue?

—Ocurrió cuando era superior provincial de los jesuitas. Era la hora del almuerzo y yo estaba pasando la sopa. De repente, tuve un dolor agudo y muy fuerte en la espalda que me paralizó. Por un instante no me pude mover. Tuve que dejar de hacer la tarea que estaba realizando y sentarme. Ante semejante dolor, tomé la determinación de ingerir un calmante. Yo creía que se trataba de un problema muscular. Pero lo cierto es que las horas pasaron y el dolor no cedió. Decidí entonces acudir al médico. Me vio un clínico que, luego de examinarme, indicó la realización de una colecistografía para una evaluación más minuciosa de la vesícula. Desafortunadamente, el estudio tuvo que ser suspendido porque en la mitad experimenté una reacción alérgica al yodo. Ante este hecho y la persistencia del cuadro clínico, el cirujano me informó que había que operar de urgencia. (…)

Durante la inauguración de una maratón organizada por el padre Pepe, Jorge Bergoglio comenzó a sentirse mal. En el hospital le descubrieron un pre infarto
Durante la inauguración de una maratón organizada por el padre Pepe, Jorge Bergoglio comenzó a sentirse mal. En el hospital le descubrieron un pre infarto

El médico que operó al entonces sacerdote Jorge Mario Bergoglio fue el doctor Juan Carlos Parodi —hoy en día una celebridad internacional en el campo de la cirugía cardiovascular—, que era un destacado cirujano general. El recuerdo de aquella circunstancia permanece vívido en su memoria: “Un día recibo el llamado del doctor José Di Iorio, que me dice: ‘Lo tengo al padre Jorge Bergoglio, un hombre notable y muy amigo mío, que empezó hace algunos días a padecer un dolor abdominal intenso acompañado de fiebre, deshidratación y un deterioro de su estado general.

“Ese mismo día, a eso de las diez de la noche, lo voy a ver y me encuentro con un paciente en muy mal estado general. El dolor intenso, la fiebre alta y la deshidratación persistían. Al realizar el examen físico, encuentro que tenía una reacción peritoneal predominantemente localizada en la mitad derecha del abdomen. Le dije entonces al doctor Di Iorio que había que actuar de inmediato, hidratando al enfermo, porque necesitaba ser operado lo antes posible. Así fue como, a las pocas horas, estábamos ya en el quirófano empezando la intervención. En aquella época, la consigna era que a grandes operaciones correspondían grandes incisiones. La era de la cirugía laparoscópica aún no había llegado. Hice, pues, una incisión que se extendió desde la parte superior del abdomen hasta la ingle. No bien abrimos, salió un líquido turbio que no llegaba a ser purulento pero que era indicio de que había una inflamación infecciosa en algún lugar que, yo suponía, era la vesícula. Luego de despegar trabajosamente las adherencias del peritoneo que fui encontrando, llegamos a la vesícula, que presentaba un color negro verduzco, signo de una gangrena o una necrosis sin perforación. Luego de una trabajosa exploración, llegamos al origen del problema: un cálculo que estaba enclavado en el conducto cístico. Con mucho cuidado, entonces, le fui sacando toda la vesícula, cuyas paredes estaban tensas y duras y, luego de terminar la extirpación y de descartar que hubiera cálculos en otras zonas de la vía biliar, me aboqué a terminar de despegar las adherencias intestinales y a limpiar toda la cavidad abdominal, proceso que me llevó más de una hora. (…) Fue una intervención grande y riesgosa. (…) Nunca más volví a verlo hasta que, ya papa, me invitó a visitarlo en el Vaticano. Imposible olvidar lo que me dijo en ese encuentro: ‘Aquel día yo creí que me moría. Y en eso apareciste vos. Eras un médico joven con cara de loco pero, al verte, supe que me ibas a salvar’”.

El corazón

—Tuvo alguna vez un problema cardíaco, ¿no es así?

—Tuve un problema cardíaco un sábado en que iba a inaugurar una maratón en la Villa 21. Debe haber sido por el año 2004. Ese día me sentía muy cansado. Después del almuerzo, hice algunas cosas. Me tomé un café y a la media hora, otro. Luego, en un colectivo de la línea 70, me fui para la Villa. Cuando llegué, el padre Pepe (José María Di Paola) me dijo: “Estás pálido; ¿qué te pasa?”.

Circunstancialmente, se encontraba ahí el médico de la salita de primeros auxilios que está al lado de la parroquia de la Villa. “Espere que le tomo la presión”, me dijo entonces el joven médico, que había escuchado la conversación. La presión estaba bien, a pesar de lo cual me dio un comprimido de no sé qué medicamento. Inauguramos las olimpíadas y luego me quedé charlando con el padre Pepe. Entonces, el médico me dijo: “Mire, monseñor, ¿por qué no aprovechamos este intervalo hasta que los maratonistas completen todo el circuito para ir al Hospital Penna, donde lo podremos examinar mejor y le haremos también una serie de análisis?”. Acepté. Cuando llegamos al hospital, estaba esperándome el director. Me agarraron de las pestañas y no me dejaron salir.

—¿Qué le dijeron?

—Según recuerdo, me informaron que tenía un preinfarto —o algo parecido— y que había una estrechez moderada de la coronaria descendente anterior. Me llevaron entonces al Sanatorio San Camilo, donde estuve dos o tres días en observación. Allí comencé ya el tratamiento con el cardiólogo, doctor (Mario Roberto) Kenar, quien inclusive vino aquí a controlarme dos veces. Nunca más tuve síntomas cardíacos. Según me dijo el médico, la arteria se recanalizó.

Antes de ser nombrado Papa, Jorge Bergoglio se imaginaba ya sin ser arzobispo en una casa de retiro en el barrio porteño de Flores, recorriendo la ciudad y confesando en la Basílica de San José de Flores (Documental “El Camino del ángel” Sidera Media)
Antes de ser nombrado Papa, Jorge Bergoglio se imaginaba ya sin ser arzobispo en una casa de retiro en el barrio porteño de Flores, recorriendo la ciudad y confesando en la Basílica de San José de Flores (Documental “El Camino del ángel” Sidera Media)

Psicología y sacerdocio

—¿Se psicoanalizó alguna vez?

—Nunca me psicoanalicé. Siendo provincial de los jesuitas, en los terribles días de la dictadura, en los cuales me tocó llevar gente escondida para sacarla del país y salvar así sus vidas, tuve que manejar situaciones a las que no sabía cómo encarar. Fui a ver entonces a una señora —una gran mujer— que me había ayudado en la lectura de algunos tests psicológicos de los novicios. Entonces, durante seis meses, la consulté una vez por semana.

—¿Era una psicóloga?

—No, era psiquiatra. Me ayudó a ubicarme en cuanto a la forma de manejar los miedos de aquel tiempo. Imagínese usted lo que era llevar una persona oculta en el auto —solo cubierta por una frazada— y pasar tres controles militares en la zona de Campo de Mayo. La tensión que me generaba era enorme.

—¿Para qué más le fue útil la consulta con la psiquiatra?

—El tratamiento con la psiquiatra me ayudó además a ubicarme y a aprender a manejar mi ansiedad y evitar el apresuramiento a la hora de tomar decisiones. (…)

—Usted me habló varias veces de sus neurosis. ¿Cuán consciente es de ellas?

—A las neurosis hay que cebarles mate. No solo eso, hay que acariciarlas también. Son compañeras de la persona durante toda su vida. Recuerdo una vez haber leído un libro que me interesó mucho y me hizo reír a carcajadas. Su título era Alégrese de ser neurótico, del psiquiatra estadounidense Louis E. Bisch. (…)

—En general, se las agrupa en neurosis ansiosa, neurosis depresiva, neurosis reactiva y neurosis postraumática. ¿Cuál o cuáles son las suyas?

—La neurosis ansiosa. El querer hacer todo ya y ahora. Por eso hay que saber frenar. Hay que aplicar el célebre proverbio atribuido a Napoleón Bonaparte: “Vísteme despacio que estoy apurado”. Tengo bastante domada la ansiedad. Cuando me encuentro ante una situación o debo enfrentar un problema que me produce ansiedad, la atajo. Tengo distintos métodos para hacerlo. Uno de ellos es escuchar Bach. Sería peligroso y dañino que yo tomara decisiones bajo un estado de ansiedad. Lo mismo pasa con la tristeza producida por la imposibilidad de resolver un problema. Es también importante dominarla. Sería igualmente nocivo tomar determinaciones dominado por la angustia y la tristeza. (…)

—¿Es obsesivo?

—No. Y eso es bueno.

—En lo personal, ¿encuentra usted en la oración el alivio del alma que otros buscan, por ejemplo, en el psicoanálisis?

—Para mí, la oración es más que eso, porque la oración pone a la persona en otra dimensión.

—¿Siente que la oración es curativa?

—Sí. La oración permite que Jesús entre en nosotros. Y eso es siempre muy bueno.

Las tristezas de la vida

—¿Extraña la Argentina?

—No, no la extraño. Viví allí 76 años. Lo que me aflige son sus problemas.

—Quienes lo conocimos como arzobispo de Buenos Aires lo recordamos con un rostro adusto y de preocupación muy diferente al que le hemos visto desde su ascenso al trono de Pedro. ¿Estuvo deprimido alguna vez?

—Deprimido, no. Triste, sí.

—¿Qué cosas o hechos le producen tristeza?

—Tristezas hay muchas a lo largo de la vida de una persona. Están aquellas que podríamos llamar naturales. Son las producidas, por ejemplo, por la muerte de los padres o de los seres queridos. Pero están las otras que, en mi caso, se produjeron por las difíciles circunstancias por las que debió atravesar la Argentina. Sentí —y siento— tristeza cuando un cura abandona los hábitos. La injusticia me produce tristeza e indignación.

El Papa Francisco junto a su antecesor, el Papa Benedicto. Cuando le consultan cómo imagina su muerte, Francisco dice que en Roma, como Papa activo o emérito pero sin regresar a Argentina (Vatican Media/vía Reuters)
El Papa Francisco junto a su antecesor, el Papa Benedicto. Cuando le consultan cómo imagina su muerte, Francisco dice que en Roma, como Papa activo o emérito pero sin regresar a Argentina (Vatican Media/vía Reuters)

—¿Y pudo manejar esas situaciones difíciles?

—No siempre. La verdad es que, a veces, ellas me manejaron a mí. El sufrimiento es una vivencia muy dura. Uno tiene que entender que es imposible superar ese dolor de un momento para el otro. Hay que comprender que reconocer y aceptar ese sufrimiento es lo que nos va a llevar a la cura. Eso lleva tiempo y al tiempo no se lo puede apurar.

—De no haber sido elegido papa, su vida sacerdotal se encaminaba hacia su fin. ¿Le producía esa circunstancia tristeza o depresión?

—Por el contrario. Esperaba mi retiro sacerdotal con alegría. Tanto es así que ya había reservado la que iba a ser mi habitación en el hogar sacerdotal del barrio de Flores. Era una habitación simple y austera. Es sabido que a mí me gusta mucho confesar, de forma tal que ya me había preparado para ir a confesar a la basílica de San José de Flores. (…)

—En aquel momento histórico, ¿lo dominó la ansiedad?

—Para nada. Durante todo el cónclave me embargó un sentimiento de absoluta paz. Ni sabía ni me imaginaba que iba a ser elegido. El mecanismo del cónclave es complejo. Siempre hay varios candidatos, por lo que la primera votación es muy dispersa. Así que la noche antes de mi elección, dormí muy tranquilo. Me di cuenta de que algo raro estaba pasando después de la segunda votación de la mañana del miércoles 13. Durante el almuerzo vinieron a verme varios cardenales para consultarme sobre algunos temas. Yo había sido uno de los oradores en las horas previas a la votación. Ya en la segunda votación de la tarde la elección comenzó a definirse. Por suerte lo tenía al lado a mi amigo, el arzobispo emérito de São Paulo y también prefecto emérito de la Congregación del Clero, cardenal Claudio Hummes, quien, cuando la cosa se ponía un poco peligrosa, me confortaba. Y así llegamos a la tercera votación de la tarde, que fue la definitiva. Los votos empezaron a subir sin parar y cuando llegaron a los dos tercios —y aún se seguían contando—, como es costumbre, los cardenales comenzaron aplaudir festejando mi elección, Hummes me abrazó, me besó y me dijo: “No te olvides de los pobres”. Y esas palabras quedaron resonando en mi mente y en mi corazón. Entonces, mientras proseguía el escrutinio hasta completarlo pensé en las guerras y sus miserias. Y ahí me surgió el nombre de Francisco. San Francisco de Asís es el hombre de la paz que entró en mi corazón. (…)

—¿Cómo es la historia del médico chino que lo atendió?

—Fue en Buenos Aires, cuando era arzobispo. A causa de mis problemas de columna, yo padecía fuertes dolores de espalda. Me hablaron entonces de él, porque hacía acupuntura. Era un hombre muy agradable que, además, había sido campeón de taekwondo. Me atendía con él dos veces por semana. El tratamiento funcionó muy bien porque los dolores se aliviaron en su totalidad. Cuando fui electo papa, vino a saludarme y me propuso venir a atenderme aquí, cosa que no fue posible. (…)

—A veces se lo ve con una leve cojera. ¿A qué se debe?

—Es un problema en uno de los pies. Padezco de pie plano. Es una afección que con los años se ha acentuado. Cuando me ven caminar como una gallina clueca es a causa de esa afección. Por eso uso zapatos con plantilla. En los años ochenta, el doctor Okama, un especialista muy renombrado en la Argentina, me quiso operar. Me hizo un estudio muy bueno y me dijo que había que proceder a la realización de una intervención quirúrgica para solucionar el problema. Naturalmente, yo acepté la indicación del especialista. La operación se iba a hacer en el Sanatorio San Camilo. Entonces, concurrí un día para hacerme el chequeo prequirúrgico y luego ver al doctor Okama para fijar la fecha de la intervención. Había allí una monja italiana —ya mayor— que se ocupaba de organizar todos los preparativos para la operación. Una vez acabada su tarea, salió del consultorio del especialista y me aguardó en el pasillo. Cuando, unos minutos después, yo salí de la consulta con el traumatólogo, ella me abordó y me dijo: “No lo tome a mal. Le voy a dar un consejo de abuela: no se deje tocar los pies. Los pacientes quedan peor de lo que estaban antes de la operación”. (…) Nunca más volví a ver al doctor Okama y nunca me operé los pies. (…)

—¿Les teme a los médicos?

—No. Pero lo mejor es que el médico esté en su casa y yo en la mía. ¡Ja ja ja! Es una broma, por supuesto. No soy filomedicinista. Cuando necesito de sus servicios, los llamo. (…)

—¿Se enoja con sus médicos?

—Nunca me enojo.

—¿Lo cansa su trabajo?

—Disfruto mi trabajo y a la noche llego molido. Como usted sabe, mi día es muy intenso.

—¿Le gusta viajar?

—¡Para nada! No me gusta viajar. Lo hago porque es una obligación que el papa debe cumplir.

—¿Se siente solo?

—No, para nada. El hecho de vivir en la residencia de Santa Marta con una comunidad de personas que hacen una vida absolutamente normal me es de gran ayuda. No habría soportado vivir en la soledad del departamento papal.

—¿Le pesa o lo estresa tener que tomar decisiones en la soledad del poder?

—No es fácil, pero ahí es donde Dios siempre ayuda.

—¿Siente la presencia de Dios?

—Absolutamente. Cuando tomo una decisión difícil, dejo que madure dentro de mí. Es entonces cuando, al cabo de un tiempo, me invade una seguridad que me indica que la decisión que adopté es la correcta.

—¿Comete errores?

—Por supuesto que sí.

—¿Cómo los vive?

—Vivo esa circunstancia desgraciada con pena y sincero arrepentimiento. Por eso no solo pido perdón, sino que trato de repararlo inmediatamente.

—¿Le cuesta pedir perdón?

—En general, no. Le cuesta más a la persona orgullosa, cosa que yo no soy.

—¿Ha tenido que pedir perdón como papa?

—Sí, claro. Y lo he hecho sin dudarlo.

—¿Es terco?

—A veces sí. Por eso me molesta y entristece tanto la terquedad ajena, porque, al fin y al cabo, veo en ella el reflejo de la mía.

—¿Cómo reacciona ante la adulación?

—La adulación es algo que me cae muy mal. Sé distinguir muy bien entre el elogio sincero, que es una caricia al alma, y el elogio fatuo y cargado de hipocresía.

—¿Lo perturba la hipocresía?

—Mucho. No la tolero.

—¿Le cuesta perdonar?

—A veces sí. Y eso es bueno. Hacer el esfuerzo para perdonar ayuda mucho.

—¿Se confiesa?

—Sí.

—¿Con cuánta frecuencia?

—Me confieso cada quince días.

—¿Lo ayuda?

—¡Muchísimo! Me encanta confesarme.

—¿Se siente pecador?

—Por supuesto. Por eso siempre estoy alerta. El demonio es tremendamente astuto.

—¿Qué piensa de la mentira?

—La mentira es algo de una bajeza extrema.

—¿Alguna vez debió mentir?

—Mentir, no. Callar momentáneamente una verdad, cuando esa verdad puede dañar a otros, sí.

—¿Lo angustia el pecado?

—No, porque la misericordia es más grande. (…)

—¿Le preocupa que le teman?

—No me gusta que me teman. El temor siempre existe porque es el resultado de las tergiversaciones y la pusilanimidad de muchos. Sé que hay quienes me temen. Y créame que eso no me hace feliz.

—Y al margen del dolor, ¿a qué le teme usted?

—Al Cuco, no. ¡Ja ja ja! Le temo a engañarme a mí mismo. Porque el demonio es muy hábil. El demonio es el padre de la mentira. A eso sí que le tengo miedo. Sé que con Dios nunca habrá problemas porque nunca me va a faltar y me va ayudar a aclarar mis dudas y a corregir mis errores.

—¿Piensa en la muerte?

—Sí.

—¿Le teme?

—No, en absoluto.

—¿Cómo imagina su muerte?

—Siendo papa, ya sea en ejercicio o emérito. Y en Roma. A la Argentina no vuelvo.

(Extracto del capítulo dedicado a Francisco del libro La Salud de los Papas de Nelson Castro, editado por Penguin Random House).

 


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