Terrorismo e intento de golpe de Estado es como las autoridades y los periodistas califican la invasión y destrucción de las sedes de los tres poderes de la República por miles de adeptos del ex presidente Jair Bolsonaro, en la tarde del 8 de enero en Brasilia.
El acto de violencia sin precedentes en Brasil condena al aislamiento a la extrema derecha encabezada por el llamado bolsonarismo, que triunfó en las elecciones presidenciales de 2018 gracias a una coyuntura singular de desmoralización del mundo político, especialmente la izquierda, en medio de escándalos de corrupción y crisis económica.
Se le hizo difícil a los conservadores y a los evangélicos, que votaron masivamente por Bolsonaro, y a políticos derechistas, quienes no quieren arriesgar su status, mantener el apoyo, abierto o velado, a Bolsonaro y su movimiento radical.
Sobresale el caso del gobernador del Distrito Federal (DF), Ibaneis Rocha, del Movimiento Democrático Brasileño, considerado de centro pero fragmentado, suspendido del cargo por 90 días por el Supremo Tribunal Federal (STF), ante indicios de omisión o connivencia con los invasores.
Rocha fue reelegido en octubre como un importante apoyo a la candidatura presidencial de Bolsonaro, que obtuvo 58,8 % de los votos válidos en la segunda vuelta en el DF.
El presidente Luiz Inácio Lula da Silva decretó la intervención de la seguridad pública del DF, aún durante los actos insurgentes en Brasilia. El secretario ejecutivo del Ministerio de Justicia, Ricardo Capelli, fue nombrado el interventor hasta el 31 de enero.
Connivencia policial
La Policía Militar del DF, encargada de la seguridad de la capital, no solo dejó de proteger la Plaza de los Tres Poderes sino que ayudó a los golpistas a ocuparla, revelan muchos videos que se hicieron públicos horas después de la invasión, con policías pasivos ante la acción de los invasores.
El gobernador intentó salvar su pellejo, pidió disculpas a Lula y a otras autoridades por haber subestimado la violencia bolsonarista y destituyó a su secretario de Seguridad Pública, Anderson Torres, nombrado seis días antes y que había sido el ministro de Justicia del gobierno de Bolsonaro, con actitudes que favorecían a los extremistas.
La Abogacía General de la Unión, agencia que defiende los intereses del Estado nacional, pidió la prisión de Torres, que está en Estados Unidos, así como de su ex jefe Bolsonaro, quien viajó el 30 de diciembre para no traspasar la Presidencia a Luiz Inacio Lula da Silva, del izquierdista Partido de los Trabajadores, el 1 de enero.
Destrucción sin límite
El carácter destructivo de la insurgencia de extrema derecha quedó evidente en las imágenes televisivas y videos de los mismos invasores del Palacio del Planalto, sede de la Presidencia, del Congreso y el Supremo Tribunal Federal.
Muebles, pinturas, esculturas y otras obras de artes, la galería de fotos de todos los ex presidentes de la República, el Museo del Senado e instalaciones eléctricas y de comunicación forman parte de la larga lista del patrimonio damnificado por los insurgentes, autoproclamados bolsonaristas.
Son toneladas de vidrios rotos, que dominan la arquitectura de la Plaza de los Tres Poderes en Brasilia, tanto en las paredes externas como en instalaciones internas, hecho que facilitó la invasión y el saqueo.
Además del vandalismo material, se trató de violar los símbolos y la historia nacional, y arruinar las instituciones que componen el Estado democrático.
Un Capitolio distinto
Es inevitable la comparación con el asalto al Capitolio, sede del Congreso legislativo estadounidense, el 6 de enero de 2020 en Washington, incluso porque Bolsonaro es un adicto del ex presidente Donald Trump.
Pero los adeptos de Trump buscaban impedir la sesión parlamentaria que certificó el triunfo electoral del presidente Joe Biden, en un evidente intento de golpe.
En Brasilia, los bolsonaristas aprovecharon un domingo, sin ninguna actividad en los tres poderes. Aparentemente pretendían ocupar las sedes y permanecer allí para ampliar la agitación golpista.
Intentos fracasados de otros grupos insurgentes de ocupar refinerías de petróleo en el Sur y cerca de Río de Janeiro indican que eran acciones concertadas para provocar un clima de insurrección y provocar un golpe militar.
Bolsonaro fomentó el movimiento sedicioso durante todo su gobierno iniciado en enero de 2019. Llamó a grandes movilizaciones que proponían el cierre del Congreso Nacional y del Supremo Tribunal Federal, supuestos obstáculos a su gobierno, y para eso incitaban una intervención militar a favor de plenos poderes a Bolsonaro.
Luego de la derrota electoral el 30 de octubre, los bolsonaristas bloquearon carreteras y concentraron miles de activistas en las puertas de los cuarteles del Ejército, en casi todo el país, insistiendo en una acción militar para impedir la toma de posesión de Lula.
El 12 de octubre, cuando Lula recibió la certificación como presidente electo, activistas acampados delante del Cuartel General del Ejército en Brasilia protestaron en las calles, incendiaron cinco autobuses y ocho automóviles, dañaron algunos edificios e intentaron invadir una comisaría de la policía.
Eso forzó medidas de seguridad más fuertes en la toma de posesión de Lula, el 1 de enero, que ocurrió sin incidentes.
La disminución de los campamentos delante de los cuarteles produjo la falsa impresión de una desmovilización de los disconformes con la derrota de Bolsonaro. Pero informaciones circuladas en las redes sociales en la primera semana del año indicaron una marcha a Brasilia.
Cerca de 170 autobuses, es decir cerca de 6000 personas, convergieron en la capital brasileña. El campamento delante del Cuartel del Ejército pasó de unas 300 a 3000 personas, según observadores locales. De allí salieron para la invasión de las sedes de los tres poderes de la República, con escolta de la policía militar del DF.
Es decir, era previsible y conocido que una acción violenta ocurriría en los último días y los insurgentes no guardaban secreto respecto de que su blanco eran los tres poderes.
Represión tardía
La conmoción provocada por la bárbara destrucción del patrimonio público y de los símbolos nacionales reactiva la defensa de la democracia, constriñendo incluso los comprometidos con Bolsonaro, como los gobernadores de los mayores estados brasileños, São Paulo, Minas Gerais y Río de Janeiro.
La osadía de la invasión de la Presidencia, el Congreso y la Suprema Corte forzó también una decidida represión a las acciones antidemocráticas, hasta entonces entorpecida por un intento de “pacificación nacional” y los vínculos de muchos gobernantes con Bolsonaro.
Más de 300 invasores fueron detenidos en el acto, dentro de los palacios o cuando los dejaban. Otros 1.200 tuvieron la misma suerte cuando la policía y los militares finalmente desmontaron el campamento delante del Cuartel General del Ejército en Brasilia.
Identificar al máximo número de participantes en las invasiones, por medio de videos y fotos de las cámaras de vigilancia y divulgadas por los mismos invasores, en formato digital, así como llamadas telefónicas, es una de las tareas prioritarias, según las autoridades.
Además, ya fueron identificados los responsables económicos de las operaciones golpistas, como los campamentos y el transporte hacia Brasilia, según el ministro de Justicia y Seguridad Pública, Flavio Dino, ahora el hombre fuerte del gobierno.
Las autoridades responsables de la tragedia, especialmente las de Brasilia, también serán investigadas por su omisión o connivencia.
El juez Alexandre de Moraes, miembro del Supremo Tribunal Federal y presidente del Tribunal Superior Electoral, suspendió a Ibaneis Rocha del gobierno del DF y amplió su radio de acción como conductor de los procesos que investigan actos antidemocráticos y la desinformación, en el ámbito de la Suprema Corte, con Bolsonaro entre los blancos.
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