Entre más se conoce, poco a poco, de los abusos policiales durante el paro nacional de 2021, peor se ven el expresidente Iván Duque y las directivas de la Policía Nacional que usaron todas las tácticas posibles para bajarles importancia a las terribles denuncias y en cambio estigmatizar a los manifestantes.
Imagen Misión Verdad
Columnista invitado
Fidel Cano Correa, Director de El Espectador
El informe de Amnistía Internacional, presentado esta semana sobre violencia de género durante esos días, muestra a unos miembros de la Policía, en particular del Esmad, convencidos de prejuicios machistas, capaces de cometer los peores actos bajo el silencio cómplice de un Estado que no los ha investigado ni mucho menos sancionado. Hay que decirlo: durante esos días la Policía traicionó y violentó a las mujeres que salieron a las calles a ejercer su derecho fundamental a la protesta. ¿Dónde están los responsables?
Leer el informe “La Policía no me cuida: violencia sexual y otras violencias basadas en género en el paro nacional”, de Amnistía Internacional, es profundamente doloroso. Son 28 casos estudiados a fondo, de los cuales el 85 % involucran a mujeres y niñas, donde se ve a una Fuerza Pública desbocada, machista, sin control alguno y sin temor a consecuencias por sus actos. También se observa a víctimas que al sol de hoy no han recibido justicia y sí han sido condenadas a vivir con depresión, estrés agudo, ansiedad y pérdida de la capacidad de dormir y sentir placer. Esto no puede ocurrir en un país democrático.
Una joven cuenta que los policías la “insultaron diciéndome que si no quería que esas cosas me pasaran tenía que estar en mi casa”. El eco de los prejuicios machistas, que dicen que las mujeres solo deben permanecer en los hogares, son ensordecedores y abren la pregunta sobre qué tipo de educación en enfoque diferencial están recibiendo los uniformados. Claro, el terror no es solo ese.
Contó una mujer que “un agente del Esmad coge a mi hija para tratar de ahogarla en un pozo de agua que había en el sector. Yo soy arrastrada con golpes por bolillos y patadas hasta el cañal, donde un agente me quita el saco, me levanta el top, me abre el pantalón, todo lo anterior con el fin de tocarme las áreas genitales”.
Hay relatos de violaciones, agresiones, estigmatizaciones (“zorra, anda, llévales un mensaje a esos hijueputas, que lo mismo le va a pasar a cualquiera”, le dijeron a una joven). Es la violencia sexual como arma de guerra en un momento donde las fuerzas del Estado perdieron cualquier atisbo de cordura y buenos comportamientos. Para completar, el informe concluye: “Luego de las denuncias ante entidades públicas, las sobrevivientes entrevistadas por Amnistía Internacional han sido amenazadas y, en algunos casos, esto ha generado su desplazamiento forzado”. Mientras tanto, en ninguno de los 28 casos hay condenas.
Esto es una vergüenza para Colombia y sus instituciones, en particular para la Policía Nacional. También para los líderes políticos que no vieron la gravedad de lo que estaba ocurriendo y, antes bien, trataron de excusarlo. Es necesario que haya condenas, que los responsables ocultos sean encontrados, y, en especial, que la Policía le cuente al país, bajo el impulso del nuevo ministro de Defensa, cómo va a garantizar que este horror jamás se vuelva a cometer. Por la naturaleza de los actos, esperamos que no se hable de “unas cuantas manzanas podridas”, la fórmula siempre empleada para que nada cambie. La Policía está para cuidar, no para aterrorizar a quienes debe proteger.
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