Y un día casi vamos a la guerra nuclear por una broma de Ronald Reagan. El patinazo pudo costarle más caro que lo que le costó, una retahíla de críticas en Estados Unidos, de declaraciones de repudio en el exterior, de desprecio de parte de la URSS y bastante vergüenza ajena que, de haberla tenido, hubiese hecho meditar al entonces presidente de Estados Unidos en la acaso inspiradora sombra del legendario Salón Oval de la Casa Blanca.
De vergüenza ajena, Reagan, nada: iba por su tercer año de mandato, planeaba su reelección, que conseguiría en noviembre de ese año; había salvado la vida por milagro el 30 marzo de 1981, a dos meses y diez días de jurar el cargo, cuando John Hinckley disparó seis veces su pistola calibre 22 contra el Presidente porque quería encandilar a la actriz Jodie Foster; encabezaba la llamada revolución conservadora, junto al papa Juan Pablo II y a la primer ministro británica Margaret Thatcher, revolución que buscaba, y obtendría, el desprestigio y la caída del comunismo en Europa del Este, en especial en la Unión Soviética. Reagan estaba en la cresta de la ola, podía permitirse un chiste.
Chistes se permitía varios y muy seguidos. En especial, chistes durísimos contra el sistema comunista. Había uno que solía repetir con entusiasmo. Se encuentran tres perritos, uno americano, otro polaco y otro ruso, ambos de visita en Estados Unidos. El perrito americano les explica a sus pares cómo funcionan las cosas en su país: “Miren, yo ladro y ladro y al final, alguien siempre me da un poco de carne”. Y el perrito polaco pregunta: “¿Qué es carne?” Y el ruso pregunta: “¿Qué es ladrar?”
Así las gastaba el huésped de la Casa Blanca, de risa muy fácil y un león para manejar los recursos que Hollywood le había dado en sus años de actor. El tipo no era Marlon Brando, ni falta que le hacía, pero algo había aprendido. El día del atentado, había dicho a los médicos del George Washington Hospital que iban a salvarle la vida: “Espero que sean todos republicanos”. Y, en la sala de terapia intensiva, ya sin la bala a milímetros de su corazón, dio a su mujer Nancy: “Perdón, querida, olvidé agacharme”, que era lo que Jack Dempsey le había dicho a su mujer después de perder su pelea con Gene Tunney.
Reagan tenía otra broma pesada en su arsenal. Antes de sus mensajes, radiales o televisivos, cuando le pedían una prueba de sonido, soltaba un disparate grande como un pino, que despertaba la hilaridad de los suyos pero ponía a los Estados Unidos en problemas. En 1982, minutos antes de anunciar una serie de medidas contra el gobierno polaco, pro soviético, que lideraba el general Wojciech Jaruzelski y a quien enfrentaba el legendario sindicato “Solidaridad” de Lech Walesa, le pidieron a Reagan una prueba de sonido. Reagan aprovechó y llamó a Jaruzelski y a su gobierno, “una banda de vagos, inútiles y delincuentes”. La frase fue emitida por la NBC, despertó la ira de gran parte del mundo, en especial del gobierno polaco como es fácil de imaginar. Desde entonces, la prensa y la Casa Blanca acordaron de palabra no dar a conocer las humoradas del Presidente y tomarlas como “off the record”, el código periodístico que impide publicar una declaración dicha bajo ese paraguas. Las de Reagan no eran en absoluto declaraciones en “off”, pero al Presidente había que cuidarlo de su propio humor.
Como suele ocurrir en estos casos, Reagan apostó más alto. El 11 de agosto de 1984, hace treinta y ocho años, Reagan bromeó con un eventual bombardeo estadounidense a la Unión Soviética. Era otra broma. Pero demasiado pesada. Reagan solía grabar un discurso semanal para la radio pública y ese sábado 11 de agosto, pleno verano boreal, ya estaba instalado en su Rancho del Cielo, su quinta californiana, un Estado del que había sido gobernador y que había pavimentado su llegada a la Casa Blanca. Hasta allí llegó un equipo de la National Public Radio, para grabar el que sería el último discurso presidencial hasta septiembre, cuando todos volvieran al trabajo.
Reagan tenía algo importante que anunciar. Era la firma de una ley que permitía a los estudiantes de asociaciones religiosas, reunirse en los institutos de secundaria durante los recreos o después de las clases, algo que ya habían puesto en práctica otros grupos de jóvenes de asociaciones laicas, pero que les estaba prohibido a los institutos confesionales por la separación entre Iglesia, Estado y Escuela. El discurso escrito que debía leer Reagan empezaba: “Compatriotas, me complace anunciarles que hoy firmé la ley que permitirá a los grupos de estudiantes religiosos…”. Antes de grabarlo, con los micrófonos encendidos y las grabadoras en marcha, los técnicos pidieron a Reagan una prueba de sonido. Y el presidente dijo: “Compatriotas, me complace anunciarles que hoy firmé la ley que proscribirá a Rusia para siempre. Comenzaremos el bombardeo en cinco minutos”.
Ja-ja-ja, ja-ja-ja, total todo queda entre nosotros. Pero no, la señal de la National Public Radio, emitida desde el Rancho del Cielo, se enviaba en esos momentos a otras miles de emisoras para su posterior difusión. Muchas de esas radios, en lugar de borrar la prueba de sonido, la guardaron en sus archivos. Y muchas, ignorantes del acuerdo tácito entre la prensa de Washington y la Casa Blanca de tomar como “off the record” las humoradas de Reagan, la hicieron pública. Al día siguiente la reprodujeron los diarios y el escándalo fue enorme e imparable.
En la URSS, la aparente fría calma con la que se tomó la broma contrastó con lo que, según un cable decodificado por los servicios secretos de Estados Unidos, los soviéticos se habían planteado la posibilidad de atacar a fuerzas americanas estacionadas en Europa. La agencia oficial Tass publicó una declaración oficial que lamentaba las palabras de Reagan, “de una hostilidad sin precedentes hacia la URSS y peligrosa para la causa de la paz. Esta conducta –agregaba el texto oficial– es incompatible con la gran responsabilidad que pesa sobre los dirigentes de los Estados, en especial los de las potencias nucleares, por los destinos de sus propios pueblos y de la humanidad”. La agencia ponía en duda “la retórica pacifista de Washington. La última franqueza del presidente Reagan, debe servir para abrir los ojos”.
El diario Pravda, órgano del Comité Central del Partido Comunista de la URSS, publicó un largo análisis sobre la broma nuclear de Reagan, firmado por su entonces principal columnista, Yuri Zhukov, que afirmó que a Reagan “se le había escapado lo que está constantemente en su cabeza, pero sobre lo que fue obligado a guardar silencio a causa de su campa electoral”.
La idea de que Reagan había puesto en palabras sus pensamientos más íntimos, en alusión a la idea freudiana sobre el humor, también prendió en la Alemania comunista. En Bonn, el portavoz del gobierno de la República Democrática Alemana, Peter Boenisch, dijo: “No hay ningún motivo para sonreír con la broma nuclear del presidente estadounidense. Nuestro gobierno se reserva el derecho de darle el peor destino que se le pueda dar a un chiste: no seguir contándolo”.
Estados Unidos calificó la reacción soviética como “desproporcionada” y adjudicó al cable de Tass “fines propagandísticos”. Las dos partes, que conocían la eficacia del humor político, llevaban un poco de razón. Y ninguna de las dos la tenía por completo. La URSS estaba en ese momento en manos de Konstantin Chernenko que iba a morir en el poder siete meses después de la bromita de Reagan, en marzo de 1985: llegaban los vientos renovadores de Mikhail Gorbachov, pero igual el humor del PC solía caricaturizar a Reagan bajo un gran sombrero de cowboy, con una rama de olivo en una mano y un misil nuclear en a otra.
El rival de Reagan en las elecciones de noviembre de ese año, apenas tres meses después del escándalo, era Walter Mondale, que enseguida reaccionó con espíritu electoral, pero con cierta prudencia: “Un presidente tiene que ser muy, muy cuidadoso con sus palabras. Estoy dispuesto a aceptar que lo hizo como un chiste. Pero algunos pueden pensar que es algo muy serio. No creo que sea muy divertido”.
Nada de todo esto desalentó a Reagan, que fue reelecto en noviembre, a dejar de hacer chistes sobre la URSS. Contaba, con deleite, otra historia que pintaba la proverbial burocracia y lentitud, desidia y desinterés que afirmaba reinaba en la Unión Soviética donde, para comprar un auto, había que entregar el dinero adelantado y esperar diez años hasta que le entregaran a uno el coche. Eso es lo que hace un ciudadano soviético, va, entrega el dinero y el vendedor le dice: “Muy bien, vuelva dentro de diez años y le entregamos el coche”. “¿De mañana o de tarde?”, pregunta el comprador. “Oiga –le dice el vendedor en un arranque de piadosa sinceridad– es dentro de diez años. ¿Qué importa si es de mañana o de tarde?”. Y el otro contesta: “Es que ese día viene el plomero a casa”.
Reagan juraba que algunos de sus chistes sangrientos sobre la URSS, se los había contado a Gorbachov, ya secretario general del PC de la URSS, con quien mantenía una muy buena relación. Decía que el líder de la glasnot y la perestroika había reído mucho con el cuento que describía a un americano y a un ruso hablar sobre la vida en los dos países. “En Estados Unidos –decía el americano–cualquier ciudadano puede ir al Salón Oval, pegar un puñetazo en el escritorio y decirle a Reagan: Señor presidente, no estoy en absoluto de acuerdo en cómo maneja usted el país”. Y el ruso: “Igual que en la Unión soviética”. “¡Qué me estás diciendo!”, dice el americano con legítima desconfianza. “¡Por supuesto! –contestaba el ruso– aquí cualquier ciudadano puede ir al Kremlin, dar un puñetazo en el escritorio de Gorbachov y decirle: Camarada Secretario General, no estoy en absoluto de acuerdo en cómo Reagan maneja su país”.
Reagan decía que tenía una colección de chistes sobre la URSS que los propios ciudadanos de la URSS se contaban unos a otros. Es improbable que el Presidente recogiera él mismo el humor popular de la URSS, si es que existía. Recientes documentos desclasificados de la CIA hablan de una colección de humor de los rusos sobre sí mismos y de los rusos hacia Estados Unidos. Esa era la fuente en la que abrevaba el presidente.
El 12 de junio de 1987, Reagan dejó de lado risas e ironías y, con la Puerta de Brandeburgo y el cemento del Muro de Berlín a sus espaldas, desafió a Gorbachov: “Señor Secretario General, si usted busca la paz, si usted busca la prosperidad de la Unión Soviética y de Europa Oriental, si usted busca la liberalización, venga aquí, a esta puerta. Señor Gorbachov, abra esta puerta. Señor Gorbachov, derribe este Muro”.
Dos años después aquel muro fue derribado y Alemania quedó unificada. La URSS dejó de existir el 26 de diciembre de 1991.
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