Si no existe profundidad en el debate político y una rigurosa reflexión de temas en las mesas de negociación del gobierno y los grupos de indígenas, activaremos una bomba de tiempo inusitada. El origen de las protestas de junio 2022 nace del incremento de los precios de los combustibles pero con el factor cultural activo que, en contexto, tuvo más peso. La parte más paradójica y misteriosa de realizar una campaña de protesta fue y es la impunidad. Esa creencia en el desquite a pedradas y vandalismo pero sin sanción.
Es un hecho curioso que se insista en el subsidio de gasolina y diesel sin mirar la expansión del contrabando en las fronteras; o los mecanismos de focalización para evitar subir la fabricación de drogas y el redibujar el mapa de la cocaína. O, el pedido de moratoria crediticia sin considerar la pobreza regional, la devaluación de las monedas de países vecinos; la anarquía de la movilidad humana; y, que existe una banca privada y empresas dispuestas a renegociar con leyes y regulaciones autónomas. O, entregar bonos a cambio de nada, desconociendo la fila interminable por una plaza de empleo. O, descuidar eventos internacionales como la guerra de Ucrania, que disparó los precios del gas, petróleo y carbón, y aceleró la hambruna intercontinental. O, la inflación y tasas de interés que alertan con la recesión mundial que cambiará la naturaleza del comercio y encarecerá nuestras materias primas.
Lo crítico es el mal manejo de la crisis y la impunidad al interior de cortes y universidades. No hay rendición de cuentas de autoridades, jueces, fiscales ni rectores al frente de un paro en pausa pero no acabado. Nada en cifras sobre el reto de dar albergue a centenares de manifestantes en instituciones educativas; las finanzas del paro y los proyectos académicos que legitiman la protesta social y la lucha campesina. Es que no solo la pandemia afectará el modelo educativo vigente sino los niveles de inseguridad, los actos delictivos, el racismo camuflado y el desempleo globalizado.
De ahí, la política coyuntural sin indicadores, ni responsables ni gestores. La ausencia de politólogos, sociólogos y psiquiatras que interpreten el síndrome de Estocolmo y el cambio de actitud de un país secuestrado; la llegada de extranjeros inmisericorde y la conexión de infiltrados sin nombre; los conspiradores y golpistas hacker impunes dentro de un parlamento espurio. Más allá de los 90 días límite para ver resultados y pasar de la sobredosis de diagnósticos a calmar el hambre del pueblo, cabe castigar alguna vez a los corruptos y vándalos que conviven en el país de la impunidad.
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