El balneario es conocido por su belleza natural y su estilo bohemio. Pocos saben que su origen se remonta a grupo de amigas y novias que buscaban crear un paraíso lésbico lejos de las miradas de la sociedad.
Casi cuarenta años antes de convertirse en un destino obligado dentro de los balnearios uruguayos, mucho tiempo antes de ser el escenario de videoclips de bandas indie, de hordas enteras de mochileros europeos, de celebridades argentinas o de cualquier esnobismo que coquetee con la espiritualidad plástica, el Cabo Polonio era un lugar secreto entre las dunas de arena antigua y sol innegable.
El balneario uruguayo ubicado a casi 200 kilómetros al este de Montevideo, en el departamento de Rocha, comienza su historia siendo un diminuto grupo de ranchos destinado a la vida agreste a las orillas del océano rugidor. Un par de familias, algunos zafreros temporales y otros pocos lugareños vivieron pescando y cazando lobos marinos escondidos del mundo hasta que estallara el interés cuasi místico por el paisaje de cachimbas y casitas de madera sin luz.
Fue su carácter insular y misterioso, alejado del resto de las playas que comenzaban a ser elegidas para el veraneo uruguayo, el que atrajo la atención de un grupo de amigas y colegas que vieron allí un sitio donde no había otra cosa que tranquilidad para dejar de ser señaladas como “las raras”. La explosión del Cabo Polonio, su condición de gema salvaje se funda desde la asidua visita de un grupo de mujeres lesbianas.
Músicas célebres, arquitectas, mujeres de leyes, artistas plásticas, todas tuvieron la visión inicial de un Lesbos propio y encaminaron la construcción de un gran rancho en sociedad. Allí no buscaban otra cosa que no ser molestadas o increpadas, poder desabrocharse el corpiño y la libertad para dejarse mojar por el amarillo caluroso.
La fundación de un paraíso
Mariela (su nombre real fue cambiado a pedido suyo) calienta sus manos con una taza de té hirviendo. Disipa la bruma del vapor que suelta el líquido y sin ningún temor toma un trago. A sus casi 70 años, la belleza física que ostentó desde joven se conserva intacta. Vive hace algunos años con una bailarina que conoce desde la época primera del Polonio. Luego de que el tiempo las separara varias veces, volvieron y decidieron mudarse juntas.
—Me aburre la palabra “lesbiana” – dice y suelta una risa despreocupada. Perdoname si quiebro tus expectativas, pero me cansa. Soy de otra generación. No nos atamos a nada, creo. Hablo en plural porque estoy segura de que las demás piensan así. Éramos amigas, teníamos nuestras compañeras, pero no había unas ganas enormes de gritar nada. Con que no nos molestaran nos bastaba. Y esa era la idea de estar en el Cabo, que casi no existía. Igual esperá –hace una pausa breve- casi nada existía para ese lado. Había un hotel abandonado en La Pedrera, La Paloma era un poco más grande y no mucho más. Valizas mismo era nada. Había gente que iba, sí, pero nada que ver con lo que es ahora. En una caminata típica de Valizas hasta el Polonio fue que dijimos: ¿por qué no venir acá?
Una vez que la idea de hacer su rancho de mujeres apareció empezaron a sumarse socias. Algunas con la idea determinada de instalar su punto de vacaciones ahí, otras hablando del tema como un “quizás”. Cuenta Mariela que hablaron con un matrimonio de veteranos que vivían todo el año en el lugar y les preguntaron quiénes eran los dueños de las propiedades para poder averiguar precios y llevar a cabo el negocio. El matrimonio fue tajante al respecto: “no son de nadie”.
Sin embargo eso las acobardó un poco, pensaron que tenían que ser de alguien. Pero el miedo se fue rápido. Cuando empezó el verano siguiente, la primera versión del rancho de las mujeres estaba construida. Era comienzo de los años 80′.
—La idea era estar tranquilas. En esa época se veraneaba mucho más cerca de Montevideo y el Cabo Polonio ni siquiera era visto como una playa, o sea, un lugar para “hacer playa”, era un lugar de pescadores. Pero era divino. Es divino, no cambió. Y fue el lugar perfecto para nosotras. No hace tanto de esto que estamos hablando pero en ese momento pensá; muchas mujeres solas, independientes, divorciadas algunas… teníamos cartel de tortas. Digo, aunque no lo fueras. Y cualquier cosa que hicieras donde había gente era como… mmm… alerta. No te hablo de besarse, hablo de prestarse los lentes de sol.
—Y entre ustedes, ¿cómo llevaban eso?
—¿Las miradas?
—Sí.
—Sos joven, tenés tu vida. Primero te importa poco y nada. Pero en algún momento es cansador. Necesitás tu lugar, hacer tu lugar. Por eso éramos un grupete. Nos hacíamos escudo entre todas. Al mismo tiempo no se hablaba demasiado porque no había necesidad. Tenías tu compañera, te veían todo el tiempo con ella, te veían llegar, irte. Eso.
Un secreto que comienza a ser conocido
El grupo fundador estaba integrado por mujeres que tenían un papel relevante en la vida social de aquel Montevideo: músicas de prestigio, abogadas, pintoras, directoras de cine y teatro. El país todavía estaba bajo la cerrazón de la dictadura cívico militar y, luego, de la posdictadura, con todas sus esquirlas de violencia hacia lo disidente. Los policías caminaban por la avenida principal vestidos de civil, cazando homosexuales bajo la trampa del levante, y existía la figura difusa y nebulosa del “atentado al pudor” por la que un policía podía detener a otra persona.
Se trataba de un artilugio legal en el que no había diferencia entre ser detenido por caminar la calle desnudo o caer bajo las esposas por ser mujer y tomarle la mano a otra en plena calle. Allí venían horas de demora en comisarías, interrogatorios hostiles durante ratos interminables, tal como documenta el libro “De los baños a la calle. Historia del movimiento lésbico, gay, trans uruguayo (1984-2013)” de Diego Sempol.
Entonces una playa apenas conocida tuvo un aura utópica para el ejercicio de una libertad que podía llegar a ser discreta: se llegaba caminando unos kilómetros desde Valizas, en jeep, o en carros tirados por caballos, casi nadie veraneaba allí. El rancho sáfico fue uno de los primeros en erguir su orgullo de refugio polonés. Durante varios años la cabaña fue prestada a amigas y amigos gays que ansiaban lo mismo que sus fundadoras, la posibilidad de soltar amarras en los modos, las conversaciones, las voces, sin ser escrutados por turistas o lugareños que pudieran escandalizarse ante una sospecha de norma quebrada.
—¿Cuándo empezó a poblarse Cabo Polonio?
—A poblarse como ahora, no sé. No lo vi. Hace años que no voy. Perdió lo lindo. Pero creo que eso pasó en todos lados, eran los ochenta. A nuestro modo éramos libres pero tampoco éramos adolescentes. Éramos jóvenes, sí, pero adultas. Después apareció el rancho de un francés, que se hizo un ranchito ahí. Y alguna que otra familia medio arriesgada. Pero eran cinco cabañitas, cuando mucho. Querían lo mismo que nosotras – dice Mariela – estar ahí, no caer en lugares más paquetes en los que no entraban ni ellos ni nosotras.
—¿Por qué ustedes no?
—Podríamos haber estado, qué se yo, en Punta del Este, pero no queríamos. Suponte que si para una familia promedio de La Pedrera éramos una cosa rara, peligrosa, para la gente de Punta del Este seríamos las exóticas amigas lesbianas de los ricos. No, tampoco eso. Este es tu lugar porque lo buscaste, lo encontraste, lo hiciste.
– Y cuando empezaron a ir los jóvenes…
– Nada. Divino. Pero ellos no construían ahí, no tenían nada. Dormían en la arena de noche, comían mejillones recolectados con nosotras, tomábamos vino. A veces se quedaron en el rancho y en otros ranchos que ya empezaba a haber. Ya a fines de los 80´algunos de ellos sí se mudó para ahí, hizo su rancho. Pero era otra generación, nada les molestaba ni les sorprendía.
A las primeras reinas sáficas se les sumó una generación más joven de chicos y chicas cansados de la vida formal y apretada de los años de infancia dictatoriales e hicieron buenas migas con el lugar de la misma manera en que aquellas mujeres habían abrazado el espacio libre del verano indómito. Pero no hubo intención de adueñarse de nada, sino que la sintonía que tenían el espacio, sus primeros pobladores, las mujeres y ellos era la misma: estar lejos, hacer la suya, cantar y tomar sol. “Nos encantaba estar con ellos, pero no teníamos tanta energía. A veces venían al rancho y hacíamos como que no estábamos. No habríamos la puerta, nos quedábamos escuchando sus charlas desde adentro, muertas de risa, hasta que se iban”.
Pero en la primera mitad de la década de los 90 la llegada grande de gente al lugar empezó a llamar la atención de las autoridades. La vida silvestre tenía que ser domada: allí no se pagaba impuestos y no había un plan de ordenamiento territorial. Las nuevas construcciones aparecidas por aquí y allá afectaban, según el Ministerio de Vivienda, el ambiente natural y su ritmo con la intervención anárquica de los nuevos pobladores.
Mediando la década, cuando las “socias” ya casi habían dejado de ir pero aún teniendo su rinconcito al sol, tuvieron que decirle adiós a su casa/fortín y las topadoras hicieron lo suyo junto a varios ranchos más.
—Ustedes fundaron el Polonio…
Mariela se ríe, otra vez, con una sonoridad seca y estruendosa.
—Mmm… no. No era la idea. Cero gesto fundador, cero gesto heroico. Buscábamos divertirnos como todos. Fue algo, no sé, ¿egoísta?
—Pero hay algo mítico con su rancho, ¿sos consciente de que siempre se habla de Las Mujeres del Polonio y que todos los primeros visitantes las mencionan como anteriores?
Esta vez no ríe. Simplemente me mira como si habláramos de algo totalmente diferente a todo lo que se dijo en la entrevista.
—Sí, eso sí.
Por José Arenas INFOBAE
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