‘Disco, Ibiza, Locomía. Moda, Ibiza, Locomía’. Después seguía el mismo esquema cambiando la primera palabra de cada verso por ‘sexo, mar, sol, marcha y crazy’. Pero la letra no importaba. Acaso, tampoco la música. La imagen lo era todo. Esos pasos que mutaban de lo cansino a lo eléctrico, los atuendos cargados y extravagantes, los abanicos desmesurados surcando el aire.
Locomía fue un boom cuando comenzaba la década del 90. Nacidos en España, conquistaron Latinoamérica con una propuesta que combinaba lo ostentoso, con la moda de la música electrónica, el impacto visual y una ingeniosa fórmula de marketing. El éxito fue fugaz. Podría ser otra historia de ascenso y olvido, como la de tantos otros grupos plásticos que logran seducir por un tiempo hasta que el público se agota apenas se agrieta la novedad. Pero la historia de Locomía escondía otros elementos. Había lo que ya sabemos: canciones, el glamour de la música y la moda, Ibiza, el fervor del público, las coreografías vistosas. También estaba lo que sospechábamos: sexo, drogas, celos, peleas y luchas de poder. Y esta historia cuenta con lo insospechado: muerte, tráfico de drogas, grandes estrellas como Bowie y Freddie Mercury, cárcel y sospechas de asesinatos.
Locomía fue mucho más que un grupo de diseño con un éxito pasajero.
Xavier Font era un catalán que tenía otros cinco hermanos varones y cuyos padres le habían dado una infancia y juventud acomodadas. Era homosexual y nunca lo había ocultado. Le gustaba el diseño y la noche y llegó a Ibiza desde Barcelona en 1983. La democracia española estaba consolidada y eran tiempos de La Movida. Ibiza era el centro de la diversión, de la modernidad, de lo audaz. Font quería destacarse y comenzó a crear su propia ropa. Y aún en ese ambiente, sus diseños textiles eran muy llamativos. Una estética cargada y barroca. Sacos inmensos, muchos colores, abanicos y zapatos estrafalarios. Los sacos eran una mezcla de los atuendos de toreros con los de las bandas new romantics, pero con hombreras descomunales. Muchos colores. Faldas. Las influencias eran variadas y hasta disparatadas. Lo taurino, la moda londinense, diseños de calzado renacentista. Un día caminando por la playa se cruzó con un grupo de homosexuales norteamericanos que se refrescaban con unos abanicos. Llegó a su casa y se puso a confeccionar los propios. Pero con muchos colores y de tamaño extra large.
Locomia – Locomia
Llamó la atención rápido. En la pista de las discotecas también se hacía notar. Ku, la más importante de Ibiza y quizá del mundo, lo contrató para que, ataviado con sus creaciones, hiciera algunas coreografías por noche. Nadie tenía un show igual en todo el mundo. En poco tiempo, el grupo se fue agrandando. Font incorporaba a sus amigos. Llegaron a ser 16. Se convirtieron en una atracción aunque todavía no tenían nombre. Gard Passchier, neerlandés, era uno de los que bailaba con Font. Cuando alguien le preguntó por qué usaban abanicos gigantes Passchier quiso hacer una gracia y responder “Es una locura mía”, pero lo que dijo en realidad fue “Es loco mía”. Cuando los demás escucharon, después de reírse a carcajadas, supieron que habían encontrado el nombre para su agrupación.
Además de las presentaciones nocturnas, Font puso una peluquería y una tienda en la que vendía sus novedosos diseños.
Font creyó que ese 5 de septiembre de 1987 había sido su momento consagratorio, que nunca estaría más cerca de una estrella. Era el cumpleaños 41 de Freddie Mercury. Como todos los años, el cantante de Queen lo celebraría en Ibiza. Pero no sería uno más. Unos días antes, Freddie había recibido el análisis positivo de HIV. Desde temprano festejó con varios centenares de invitados exclusivos mientras tomaban el champagne más caro de la isla. De madrugada siguieron los festejos en Ku. Xavier Font había sido avisado de la visita por los encargados del lugar. Le pidieron que prepara algo especial. Font estaba acostumbrado a cruzarse celebridades en el lugar. No le interesaba Queen y la visita no le provocó ninguna sensación especial. Otra noche más de trabajo. En el momento indicado se acercó al grupo que festejaba el cumpleaños e hizo su número. Una decena de personas haciendo una coreografía pomposa y amanerada. Lo más particular era la vestimenta. Muchos colores, hombreras y zapatos alargados en punta, como los de un arlequín disco. Tras la breve actuación, Font le regaló a Freddie el calzado que portaba esa velada.
La siguiente tarde, Mercury fue hasta el local en el que el bailarín y diseñador vendía sus prendas. Hablaron un rato y el cantante se llevó dos chaquetas.
Cuatro años después todo había cambiado. Freddie estaba muy enfermo. Se lanzó Innuendo, el último disco de Queen. Uno de los temas de difusión fue I’m Going Slightly Mad. Ese Freddie, muy maquillado y retaceado por el director para evitar que las imágenes mostraran su real estado de salud, utilizaba en algunas escenas del video -algo surrealista- los largos zapatos de puntas afiladas que le había regalado Font. “Te prometo que los voy a usar”, le había dicho en aquella madrugada de Ibiza. Y cumplió.
Los Locomía también llamaron la atención de David Bowie que los contrató para que bailaran en algún tramo de la gira Glass Spider Tour. Ellos vivían todos juntos en una casa grande. Una especie de comunidad glamorosa y algo reventada. Se dice que un empresario japonés les pagó 100.000 dólares para que participaran de la inauguración de una gran tienda de su propiedad. Una mañana, al regresar de Ku, encontraron su casa prendida fuego. El incendio consumió sus ropas, zapatos y accesorios. Decenas de miles de dólares comidos por el fuego. Los bomberos dijeron que el estrago fue intencional. Font siempre sospechó de otros grupos que bailaban en la isla y de sus celos. Los problemas se sucedieron. Algún miembro tuvo que empezar rehabilitación por el consumo excesivo de drogas, el incendio, el negocio que cada vez vendía menos. Entre ellos proliferaban las peleas. Las noches largas, las drogas y el sexo desenfrenado dañaban la convivencia. Hasta que les llegó una oferta que les cambió la vida.
José Luis Gil era un muy exitoso productor musical. Había llevado a España a Rafaella Carra, y a otros artistas italianos, y manejaba las carreras de José Luis Perales, Miguel Bosé y de Tequila, entre muchos otros. Llegó a dirigir el sello Hispavox. Una noche de fines de los ochenta disfrutaba de unos tragos en Ku cuando vio ingresar a la pista algo que nunca había visto antes. En sus memorias describió ese momento, fue como una iluminación para él: “De repente comenzaron a aparecer de las sombras unos personajes ataviados con ropajes sorprendentes y zapatos de estilo renacentista, de manera cadenciosa y sugerente, como si se tratase de los celebrantes de una danza sufí, que me hipnotizó a mí y a los que me rodeaban. Según se sabían admirados, la aceleración rítmica de los movimientos y los requiebros fue en aumento. Poco a poco, todo el mundo que estaba bailando se paró y empezó a arremolinarse en un enorme corro para admirar a esos jóvenes juglares que con profusión de brocados, terciopelos y grandes hombreras, que daban un aspecto cubista a las proporciones de los cuerpos completamente fuera de época y estación, estaban dejando boquiabiertos a los más modernos del mundo”.
Como Freddie Mercury, unos años antes, Gil al día siguiente fue hacia el negocio de Font. Preguntó si alguno sabía cantar. Ninguno era lo suficientemente bueno. Gil le dijo que se le había ocurrido una buena idea. Debían aunar la imagen creada por Font, la actitud del grupo, con su conocimiento del mundo discográfico y encontrar una buena canción. Font se entusiasmó. Pero había algo más. Una banda musical no podía tener 16 miembros. Serían sólo cuatro. Y la elección quedó en manos de Gil. Seleccionó los de mayor belleza física. Y a Font, por ser el creador.
Mientras grababan en Madrid, el productor les consiguió trabajo en discotecas de la capital española. Y actuaciones en las previas de los recitales de Pet Shop Boys y otras bandas asociadas a la cultura gay. Pero Gil, muy rápidamente, limitó esas presentaciones. No quería que el grupo quedara asociado a la homosexualidad. Él conocía el negocio y sabía que las mujeres eran grandes consumidoras. Y que siempre la ambigüedad era más redituable.
El primer trío de temas fue un boom. Locomía, Taiyo y Rumba, Samba, Mambo. Y hasta una increíble oda a Gorbachov Bases dance elaboradas, con influencias étnicas y letras surrealistas, enumeraciones sin mayor sentido.
Se convirtieron en favoritos de los boliches y también de la televisión. Pero el movimiento maestro fue cruzar el Atlántico. En Latinoamérica, de México a la Argentina, se transformaron en un fenómeno. Televisión, revistas, presentaciones en discotecas, venta de discos. Las chicas los esperaban en la puerta de los hoteles y gritaban por ellos. Locomía se convirtió en una máquina de facturar.
Fue en ese momento en que comenzaron los problemas internos. Xavier Font quería seguir siendo quien decidiera. Gil insistía en manejar al grupo según los parámetros de la industria y según su experiencia. Había unas reglas de juego y las tenían que respetar. La ambigüedad sexual (que funcionó mejor en Sudamérica que en España), usar los mismos trajes para que el público los recuerde, no hacer escándalos. Font arregló no realizar las giras, seguir cobrando su parte y puso una tienda para vender la ropa de Locomía y sus nuevos diseños en Madrid. Gil se aseguraba disciplina en las giras.
Ese gesto fue el primero de algo que se convertiría en una costumbre. El cambio de miembros permanente. Lo que importaba era la marca, los integrantes parecían intercambiables. Con los años fueron muchos los bailarines que se pusieron los trajes enormes.
El segundo disco fue Locovox. Anduvo bien en América pero ya no en Europa. La fórmula se estaba agotando.
En 1992 quisieron desembarcar en el mercado americano. Pero las peleas entre Font y Gil se incrementaron. Font se había instalado en Miami tras fundir la tienda madrileña. Primero intentó que los que en ese momento estaban en el grupo abandonaran al productor y así recuperar el control. Boicoteó la gira y complotó para eliminar a Gil. No quería compartir las ganancias ni los méritos por el suceso. Creía que Locomía era su exclusiva creación.
El intento no fue totalmente exitoso. Y con algunos, que ya habían abandonado el grupo, creó otro Locomía. De esa manera durante un tiempo convivieron dos formaciones. Fue el tiempo de declaraciones en los medios, rumores y presentaciones judiciales. El nombre, la marca, le pertenecía a Font. Pero las canciones eran de Gil. A ninguno le alcanzaba con lo que tenía y Locomía se fue desvaneciendo. En el momento de mayor éxito, las peleas internas marcaron el final de la etapa más productiva. De ahí en adelante todo fue residual.
Los distintos miembros de Locomía pretendieron continuar en la industria. El destino fue democrático con ellos, con los que abandonaron el grupo temprano como con los que permanecieron hasta el final. Todos fracasaron en sus intentos posteriores por conseguir algún éxito, un lugar en la industria del espectáculo y de la música hispanoamericana. Sus propuestas no lograron concitar atención. Más allá de su calidad –la gran mayoría flagrantemente escasa- no contaban con la credibilidad que el público nuevo, que crearon los años noventa, exigía: una vez producto, siempre producto, parecían pensar los espectadores.
Font a partir del momento de la caída del grupo le echó la culpa de todos sus males a Gil, su encono y su poder en la industria (es cierto que Gil se encargó de que ningún productor conocido de él contratara a la formación de Font durante años).
Font persistió en sus intentos de hacer renacer a Locomía. Pero en 2012 fue detenido en España. Lo acusaron de tráfico de drogas. En el allanamiento encontraron cientos de frascos de Popper y otras tantas pastillas de éxtasis. En las escuchas descubrieron que Font vendía además de marihuana, cocaína, ketamina y viagra. Mientras los investigadores y la policía lo seguía, como en las películas, el procedimiento tenía un nombre en clave. En este caso la elección se les impuso con algo de obviedad. La llamaron Operación Abanico. El fiscal pidió 8 años de prisión. Pero la fortuna jugó a favor del acusado. El Popper se evaporó de los frascos y sólo quedó en pie la acusación por las pastillas de éxtasis. La coartada del creador de Locomía fue endeble. Dijo que pertenecían a un amigo. Lo condenaron a tres años de prisión de los que sólo tuvo que cumplir detenido tres meses. Luego emigró hacia Cuba. Allí se casó con su suegra, la madre de su novio Harold de 24 años, para que la mujer obtuviera la ciudadanía.
En 2018 la desgracia conmovió a la banda. Dos ex miembros de Locomía murieron con diferencia de tres semanas. Eran Santos Blanco y Frank Romero. Tenían la misma edad, 46 años.
José Luis Gil, pese a su lugar en la industria, tampoco la pasó demasiado bien. En 2008 fue acusado de ser el autor intelectual del intento de asesinato de Estéfano, integrante del dúo Donato & Estéfano. Al cantante le pegaron dos tiros. Había entre ellos una disputa por varios millones de regalías pendientes y derechos de autor. En algún momento se dijo que Gil le había pagado 3.000 dólares a la esposa del sicario que disparó contra Estéfano. Al final fue absuelto y Gil y Estéfano llegaron a un acuerdo extrajudicial.
Con las plataformas de streaming y su recuperación de viejas historias en formato de series documentales, Locomía cuenta con su pequeño revival. Movistar Plus estrenó hace unas semanas en España, la historia del grupo divida en tres capítulos. Allí Font, Gil y varios de los que lo integraron dan sus versiones, rememoran anécdotas, actualizan rencores añejos y se ilusionan con un nuevo reverdecer.
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