Es muy probable que el chirrido de uñas rasgando una pizarra o de metal rayando un vidrio te ponga los pelos de punta, como nos sucede a muchos. A veces incluso basta con imaginarlos.
Son sonidos de altas frecuencias y resultan tan desagradables para el oído humano que pueden causar reacciones negativas en el cerebro, alterando temporalmente el estado de ánimo y control del individuo.
Pero imagínate qué pasaría si no pudieras soportar un sonido simple, como el chasquido de labios, o un suspiro, o alguien masticando y que tu primera reacción fuera atacar la fuente de ese sonido o salir corriendo a esconderte?
Es lo que les sucede a quienes sufren de misofonía, un trastorno que apenas se lleva investigando unos años y que involucra una sensibilidad y reactividad a estímulos sonoros que al nivel más severo pueden ser devastadores para quienes lo sufren y sus allegados.
BBC Mundo recogió las dolorosas experiencias de dos mujeres cuyas vidas han quedado convulsionadas por este mal: la madre de un joven con el trastorno y otra que lo sufre desde niña.
También hablamos con un psicólogo clínico y un neurocientífico para tratar de esclarecer las causas de esta condición auditiva, las investigaciones que se han llevado a cabo y lo que la ciencia procura para encontrar una terapia.
(Los nombres de las personas afectadas han sido cambiados para proteger su identidad)
Dentro de “la maraña de la misofonía”
Grace, de 59 años, vive en Minneapolis, Minnesota, donde es profesora universitaria. Lleva casi 30 años casada y tiene tres hijos; dos varones de 25 y 19, y una hija de 23.
“Diría que tuvimos una vida familiar típicamente feliz, con problemas que se considerarían normales”, le cuenta a BBC Mundo.
Hasta que empezó a notar un curioso comportamiento en su hijo menor.
“Cuando Matthew tenía unos 12 años, comenzó a desarrollar una vida cada vez más alejada de mí… Pasaba más tiempo con su papá, cuando tenía un problema acudía a él”, dice. “Lo atribuí a sus intereses, a lo diferente que era de mí”.
A él le gustaba estar al aire libre, montar en bicicleta, salir con sus amigos y practicar deportes, mientras que a ella le atrae la vida académica, la lectura.
Grace incluso bromeaba con su esposo y le decía que el chico parecía solo hijo de él.
Se quedaron con esa idea, “trágica en retrospectiva”, señala Grace, porque si hubieran sabido que se relacionaba a un problema más grave quizás hubieran podido intervenir anticipadamente.
Porque cuando Matthew tenía unos 15 años, la situación se hizo más dramática: Matthew empezó a huir de Grace.
“Si yo entraba en un cuarto en el que él estaba, salía corriendo. O se agachaba en un rincón hasta que yo saliera”, describe. “Lo peor era en el auto, cuando lo llevaba a la escuela o a alguna cita. Se encorvaba todo, se subía la capucha de su sudadera y no me hablaba”.
Grace le preguntaba qué ocurría, pero el chico era incapaz de articularlo y contestaba “nada”.
“Esa evasión me daba la sensación de que me odiaba, y eso fue devastador para mí”, expresa.
“Vivíamos en la misma casa, pero casi nunca lo veía, casi ni lo escuchaba, literalmente desapareció durante esa etapa aguda. También perdió mucho peso, estaba muy estresado, se veía atormentado, miserable”.
Algo pasaba y no podían descifrarlo. Hasta que hicieron una cita con una psicóloga y fue cuando les dieron el diagnóstico: misofonía.
Odio al sonido
Misofonía es un término relativamente nuevo que describe un desorden auditivo que no está claramente entendido, le indica a BBC Mundo Zachary Rosenthal, psicólogo clínico y profesor del Departamento de Psiquiatría y Neurociencia de la Universidad de Duke, Estados Unidos.
Involucra un tipo de sensibilidad y reactividad a estímulos sónicos y/o señales visuales repetitivos.
Los sonidos son típicamente, pero no siempre, producidos por otras personas, ya sean con la cara, labios, narices o gargantas, dice Rosenthal, y suelen suceder en entornos donde la persona afectada se siente atrapada, como alguien masticando una manzana en un autobús, o engullendo, o sorbiendo.
Estos sonidosson descritos como “gatillos” porque provocan o desatan una reacción intensa en quien lo padece.
El término viene del griego y literalmente significa “odio al sonido”, y aunque fue adoptado después de cuidadosa consideración, el psicólogo lo encuentra desafortunado.
“La gente con misofonía no necesariamente tiene un odio, sino que experimenta una amplia gama de emociones, y responde con un comportamiento emocional, cognitivo y fisiológico que sucede casi automáticamente y no puede controlar…
“Quienes sufren misofonía ven a la persona que hace un ruido que los afecta “como un oso agresivo”, y su cuerpo reacciona como si fuera una amenaza significativa, que dispara el instinto de fuga o lucha, y que es incapaz de evadir”, indica el doctor Rosenthal
El trastorno puede acarrear discapacidad y en los casos más severos es devastador, tanto para el individuo como para su familia.
“Mi madre fue el gatillo”
“El primer recuerdo de mi niñez es de un evento que me provocó una reacción de misofonía. Mi madre fue el gatillo”, le cuenta Diana a BBC News Mundo.
“Estábamos sentadas viendo televisión cuando me dijo que quería contarme un secreto. Siendo chica, me entusiasmé con su complicidad”.
“Pero lo que hizo fue meterse un manojo de papas fritas a la boca y las crujió cerca de mi oído”.
El crujido de papas fritas puede resultar insoportable para algunos.
Diana tiene ahora 52 años, es casada, con dos hijos, y ha vivido con misofonía toda la vida.
No tiene claro cuántos años tenía cuando su madre le hizo lo que se imagina fue una broma. Solo recuerda la furia que le causó y como gritó, lloró y sufrió cólico.
A partir de entonces, la relación con su madre fue muy extraña.
“Ella siempre hacía ruidos porque sabía que yo tendría una reacción. Aparentemente lo encontraba gracioso, porque no dejaba de hacerlo”.
Reconoce que llegó a odiarla, literalmente. “No es como los niños que dicen algunas veces ‘odio a mi mamá y mi papá’. No, yo la odiaba completamente. Desarrollé un desapego emocional total”.
Hacía lo que podía para esquivarla. Se quedaba el mayor tiempo posible en su dormitorio, aprendió a comer muy rápido para poder levantarse de la mesa cuanto antes y tan pronto como tuvo edad para hacerlo, salía cada vez que podía.
Diana era la menor de seis hermanos. Los grandes ya se habían ido de casa y, además de su madre, solo estaban su hermana -5 años mayor- y su padre, a quien siempre acudía para que la abrazara y protegiera.
Pero los gatillos empezaron a aumentar (como suele suceder) y había ocasiones en que su hermana y padre también le podían desatar una crisis.
Ya adolescente, después de una provocación, su madre se puso furiosa con su reacción y le reclamó que si no tenía nada amable que decir, que no le hablara.
“Ahí fue cuando dejé de hablarle. No le dirigí una sola palabra durante dos años”.
A pesar de esta situación sus padres nunca la llevaron a terapia, y nunca confrontó a su madre (ahora fallecida) con la situación.
“Supuse que yo era un ser monstruoso y malvado -algo muy común entre los que sufren de misofonía. No era consciente de que se trataba de una condición, pensé que era un defecto de mi personalidad y sufrí en silencio”.
¿Qué pasa en el cerebro?
Hace unos 10 años, los doctores Sukhinder Kumar de la Universidad de Iowa, EE.UU. y Tim Griffiths de la Universidad de Newcastle, Reino Unido, realizaron un estudio en el que reprodujeron toda una suite de sonidos para que voluntarios los catalogaran según cuán soportables eran.
Al mismo tiempo, observaron a través de imágenes de resonancia magnética (IRM)la actividad cerebral de quienes experimentaban esa gama de sonidos y la correlacionaron con la evaluación personal que hicieron de cada sonido.
Lo que encontraron fue una interacción en dos regiones clave del cerebro: la corteza auditiva (la parte asociada con el oído) y la amígdala o cuerpo amigdalino, una estructura involucrada generalmente en procesos emocionales y más específicamente en la asignación de valencias emocionales o psicológicas a ciertos eventos o estímulos.
Los estudios indicaron una interacción entre la corteza auditiva (izq.) y la amígdala (der.)
“Estas dos regiones se retroalimentaban información”, le comentó a la BBC el neurocienfíco Phillip Gander, que continúa la exploración del estudio de sus colegas Kumar y Griffiths.
“Una región decía ‘tengo este tipo de sonidos’ y la otra decía ‘realmente no me gustan y esta es la reacción que debes tener'”, explicó Gander, que es experto en desórdenes auditivos de la Universidad de Iowa.
Con respecto a la misofonía, sus investigaciones -y las de Kumar y Griffiths- indican que las regiones activadas del cerebro tienen que ver con mecanismos de control y aprendizaje y, muy importante, con mecanismos que abarcan la experiencia de nuestro mundo interior.
“Se relaciona a cómo nuestro mundo exterior (percepción) entra en correspondencia con nuestro mundo interior (interocepción) y cómo nuestro cerebro evalúa estos eventos”.
“Mi voz y mi mandíbula”
Grace y su esposo tuvieron suerte de encontrar muy cerca de donde viven a una muy buena psicóloga familiarizada con misofonía. Hacen sesiones familiares e individuales.
Pero aunque les ha dado herramientas para entender a Matthew, sigue siendo una situación difícil de abordar.
“Soy una persona inquieta, me muevo mucho”, relata Grace. “Y antes de hablar hago un sonido casi inaudible, una ligera aspiración que provoca a mi hijo, como también puede suceder cuando él ve mi mandíbula moviéndose”.
“Es algo que me hace sentir horrible, me rompe el corazón. No hay nada más cruel que tu propio hijo huya de ti, se esconda en un rincón y se cubra la cara”, detalla.
“Lo que ha cambiado con la terapia es que trato de manejar mejor el hecho de ser constantemente la fuente de esa repulsión”, expresa Grace.
Matthew ocupa el tercer piso. Tiene su propio dormitorio, un baño y un salón grande. Allá se dirige inmediatamente cuando llega del trabajo. No se habla ni se ve con su madre y se comunican por texto o correo electrónico.
“Todas las noches le envío un texto para ver cómo está y luego acostumbro a mandarle un correo electrónico más extenso en el que le cuento cosas de nuestra vida familiar”.
Cuando Matthew tiene algo urgente que decir, se para en el corredor y Grace se mete a un cuarto aledaño desde donde le pregunta por texto si puede contestar o si solo debe escuchar.
Cuando no está, su madre sube al tercer piso para arreglarlo un poco. Tiene un cuaderno de anotaciones donde le deja mensajes y cada semana pone nuevas fotos de la familia, de él y de todos juntos en los marcos.
“Suena ridículo, pero trato de hacer cosas para incluir a Matthew en la vida cotidiana y recordarle cuánto lo amamos y que sigue siendo parte central de la familia aunque se mantenga en la periferia”.
En una Navidad, por ejemplo, a la hora de abrir regalos, Matthew y sus hermanos se fueron a la sala, mientras que Grace y su esposo se quedaron en otro piso mirándolos por video. Los hijos les hablaban desde abajo, los padres contestaban por texto.
¿Qué tratamientos existen?
Dado que es un fenómeno difícil de diagnosticar y del que hay poco conocimento, no hay tratamientos bien desarrollados desde un punto de vista científico, indica el doctor Zachary Rosenthal, de la Universidad de Duke.
“Casi todos los que se han probado, se han hecho usando algún tipo de terapia cognitiva-conductual (CBT)”, que incluyen intervenciones que cambian patrones de pensamiento, de aprendizaje, de manejo corporal, regulación de emociones, atención y de comunicación.
La terapia cognitiva-conductual, como parte de un tratamiento multidisciplinario, sería una forma de abordar la condición, según el doctor Rosenthal.
Pero la misofonía es mejor entendida como una condición multidisciplinaria, opina el experto.
“No deberíamos focalizarlo simplemente en un desorden psiquiátrico ode salud mental. Ver un especialista en terapia cognitiva-conductual es una parte. La otra sería ver a un audiólogo que pueda evaluar problemas o procesos auditivos”, explica.
También recomienda hablar con el paciente sobre estrategias auditivas, donde se pueden usar dispositivos en los oídos para proteger o filtrar sonidos selectivos, que los pueden ayudar a funcionar en sus vidas y controlar el impulso de querer escapar.
“Es compejo. No es un problema que se va a resolver en un solo lugar. Hay personas que tal vez necesitan ver a un neurólogo. O incluso a un terapeuta ocupacional”.
“Navegando la vida” con misofonía
Diana encontró ayuda luego de un arduo proceso de búsqueda.
“Me tomó casi dos años y cientos, si no miles de llamadas telefónicas, encontrar un proveedor de salud que hubiese siquiera oído de eso”, expresa. “En 2016, fui donde una audióloga que me revisó a fondo y me confirmó que, de hecho, tenía misofonía”.
Pero como no hay un diagnóstico codificado, su historial refleja percepción auditiva anormal con subtexto de misofonía.
Empezaron con un tratamiento de audífonos internos que generaban un ruido para tratar de enmascarar los sonidos que la perturban, pero no funcionaron.
“Los que sufrimos podemos usar ruido blanco, rosa, marrón o rojo (sonidos de diferentes frecuencias) como una manera de soportar la misofonía, pero todos esos son gatillos para mí”, afirma.
Con la ayuda adicional de una terapeuta siguió buscando terapias o maneras de vivir con la condición.
“Después de todo este esfuerzo, llegué a la conclusión de que lo que necesito es aceptar que esto es parte de mí y que tengo que navegar la vida de la mejor manera posible”.
Silencio y aislamiento
“Criamos a nuestros hijos diciéndoles que ‘a mami no le gustan ciertos sonidos'”, dice Diana. “Ellos pueden comer palomitas de maíz, papas fritas u otros alimentes crujientes, pero tienen que hacerlo en otro cuarto. Esa ha sido la ‘normalidad’ de nuestras vidas”.
Resalta que su esposo la apoya mucho y generalmente puede leerla muy bien y reconocer sus gatillos.
Pero siempre hay un factor de impredecibilidad, que genera tensiones en el matrimonio.
“Yo a veces huía al dormitorio, me metía en la cama y me quedaba sola y a oscuras. Es algo que necesito”, cuenta.
“Él quería ser mi príncipe azul y venir a mi rescate y no podía entender que necesitaba ese tiempo para mí y que si quería ayudarme debía dejarme. Pero ya lo entiende, es muy respetuoso y no entra en mi espacio sin antes preguntar”, explica.
Diana practica ejercicios de plenitud mental. Le gusta escribir, hacer artes manuales y hornear.
“Tengo un perrito que me da muchísimo apoyo emocional, pero “no tengo vida social”, dice entre risas. “Esa está restringida a chatear con mi mejor amiga en Facebook. Pero no salgo y no como junta con nadie”.
Con apoyo de su familia y la terapeuta, Matthew ha logrado superar algunas barreras, con resultados que Grace reconoce que la han sorprendido.
Después de un año de ruptura total, la familia empezó a aprender cómo estar reunida de la manera más cómoda para Matthew. Y de pronto empezó a enviarle textos a su madre preguntándole en qué parte de la casa estaba.
“Me buscó y me dio un abrazo. Fue algo inmenso, increíble. Lloré durante una hora”, dice, reconociendo el precio que seguramente su hijo arriesgó a pagar por ese contacto.
“Eso ha pasado cuatro o cinco veces en los últimos dos años, cuando entramos en contacto por unos 40 segundos, que me puede abrazar, decirme que me ama y luego se va”.
A pesar de las dificultades, Matthew tiene perspectivas y motivaciones en su vida. Es un gran jugador de squash -la reverberación sonora de la pelota le trae alivio. Es operador de ambulancia, y pronto tendrá una entrevista para un puesto en el Departamento de Bomberos de St. Paul, Minnesota, un sueño que tiene desde la infancia, comparte Grace.
“Mi esperanza es que desarrolle una vida feliz laboralmente y tenga una familia. Realmente quiero eso pues siento que aquí con nosotros no la tuvo”, expresa.
“Lo triste es que no veo que esa vida me incluya mucho, a no ser que algo cambie dramáticamente, como mi presencia física”.
BBC Mundo
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