Infobae.- Pehuajó es una ciudad con aire de pueblo. La escuela, la municipalidad, el banco, los bomberos, y una plaza hermosa donde reina uno de los dos monumentos a su embajadora más célebre: la tortuga Manuelita. Ana dice que su historia con Nicolás se parece un poco a la del personaje de María Elena Walsh. Un día se marchó sin que nadie supiera bien por qué, y muchos años después regresó a buscarlo.
Crecieron tan acostumbrados a verse que ni siquiera se acuerdan cuando fue la primera vez. En los pueblos, todo el mundo se conoce, y además Nico vivía a la vuelta de la casa de Ana y solía ir a jugar a la casa de un vecino suyo. Ella tampoco se acuerda cuándo se dio cuenta de que le gustaba. Lo veía venir de lejos, flaco y alto, como por encima de todos, y de los nervios bajaba la mirada.
En 1980, Ana se fue estudiar a La Plata. Estaba decidida por Traductorado de Inglés, pero sobre la marcha cambió por Derecho. Sabía que Nico también estaba ahí estudiando Medicina, aunque nunca se cruzaron: a él le tocó hacer el servicio militar en Mercedes, y no tenía muchas salidas. Una vez volviendo a Pehuajó con sus padres, lo encontraron en la ruta haciendo dedo y lo llevaron con ellos. Fue lo más cerca que estuvieron en años. De nuevo las miradas de reojo y los nervios, pero nada más.
Hasta que en mayo del 81 coincidieron en el boliche del pueblo, en uno de tantos regresos para visitar a sus familias, y entonces ese gustarse desde lejos de toda la vida se resolvió en la pista: “Me sacó a bailar y se me declaró”, cuenta Ana a Infobae. Volvieron a La Plata de novios, ella con 19 y él con 22. Y fue un noviazgo intenso, el del primer gran amor. Primero, en La Plata, donde ella vivía con sus abuelos, y después con idas y venidas a Buenos Aires, donde él hacía la residencia.
El sexo era dulce pero con culpa, atado a todas las convenciones de la época y de un pueblo de provincia, donde tener relaciones antes del matrimonio estaba mal visto. Pasaron cinco años y Ana, que era única hija, vivió un cimbronazo cuando sus padres se separaron en muy malos términos. A lo mejor por eso sintió que estaba lista para casarse: quería formar su propia familia ahora que la de ella parecía destruida. Nicolás, en cambio, estaba enfrascado en las demandas de las guardias interminables y creía que no había por qué apurarse.
Entonces, en un viaje a Goya para visitar a una amiga que ya estaba casada, Ana conoció a Ramiro, un chico más grande que la conquistó enseguida. Era carnaval y en medio de la fiesta, creyó que su lugar podía estar a su lado. Ramiro ya era abogado y tenían mucho en común, aunque ella estaba pensando en dejar la carrera. La verdad es que, sobre todo, lo veía más armado. Y ella quería irse del pueblo y huir de tantas tensiones familiares.
De regreso en Pehuajó, Ana habló con Nico y le puso un ultimátum. Era febrero del 86 y las cosas entre ellos se habían enfriado; la única solución era dar un paso adelante. “Nos casamos o se termina”, le dijo. Nicolás le pidió que lo esperara un poco. Quería sentirse más firme en su profesión y todavía estaba en los primeros años de la residencia clínica, donde lo volvían loco. A Ana no le tembló el pulso al responderle: “Entonces, se acabó”.
Seis meses más tarde, Ana se casó con Ramiro y se mudó a Goya. En los pueblos las noticias corren rápido, así que Nico no tardó en enterarse. Fue un golpe duro. Ahora se recuerda en Buenos Aires, sentado frente a las vías en Retiro. Nunca antes había fumado, pero en esa época, solo en la estación, prendía un cigarrillo atrás de otro: cada tren que pasaba era el que él había perdido, el que había dejado ir.
Le costó tiempo reponerse, lo ayudaron sus compañeros. Conoció a una colega y se fueron a vivir juntos a Bariloche. Se enteró de que Ana había tenido una hija y después otra; ahora se dedicaba a la docencia en Goya, finalmente era profesora de inglés como siempre había querido. Pronto llegarían también los tres hijos de él, que ya estaba afianzado como médico. Eran felices los dos, cada uno por su lado. A veces ella pensaba en llamarlo para ver cómo estaba, pero las cosas entre ellos no habían terminado bien. “Me va a sacar a patadas”, pensaba Ana.
A mediados de los años 2000, de visita en Pehuajó, la madre de Ana la llevaba en auto a tomar un café con una amiga, y en una esquina lo vio salir del bodegón del pueblo con toda su familia. Ella iba sentada en el asiento del acompañante y él también la miraba. Eran los nervios de cuando eran chicos, todo en un instante que duró lo que tardó la madre en doblar y seguir de largo. La amiga de Ana se dio cuenta ni bien le abrió la puerta: “A vos te pasó algo. Te encontraste con Nico”. También le insistió bastante: “¿Por qué no lo llamás?”. Sobraban los motivos: seguro estaba enojado, además, ¡estaba en pareja y tenía tres hijos! Y ella tenía marido, dos hijas hermosas y una vida que le gustaba en Goya.
Muchas veces, con el auge de Internet, Ana buscó el nombre de Nicolás en las redes. No porque lo quisiera ver, sino por la necesidad de saber que seguía bien. Muchas veces la buscó también él, con la misma añoranza. Pero, salvo por aquella vez en Pehuajó, nunca más habían vuelto a cruzarse. Y no hablaban desde su separación.
Habían pasado 35 años desde entonces, cuando en una tarde calurosa del litoral, mientras Ana trabajaba en el jardín, entre sus plantas amadas, recibió un mensaje por Whatsapp. Era la directora del instituto de computación donde había empezado un curso de nuevas tecnologías hacía poco. Decía que había llamado un tal señor Nicolás que la buscaba, que había pedido su teléfono, pero ellos por política institucional habían preferido no dárselo. Que había dejado el suyo, que si le interesaba podía pasárselo.
Era 18 de diciembre de 2020, Ana recuerda la fecha exacta porque en ese segundo volvieron los nervios de cuando lo veía pasar para ir a jugar a lo de su vecino, de las largas tardes y noches de estudio y amor en el departamento de La Plata, de la mirada sostenida de los dos la última vez que se habían visto sin decirse nada.
“Por supuesto”, dijo Ana, y tomó nota. Esa misma tarde le dejó un audio: “Hola, Nico, ¿qué hay de tu vida? Qué lindo tenerte por acá”. Pero el Whatsapp quedó con una sola rayita, así que se fue a dormir pensando que no lo había recibido. A la mañana siguiente se despertó con su respuesta. Le contaba, en resumidas cuentas, lo que le había pasado en las últimas tres décadas.
Decía que había viajado a Pehuajó con su familia y, al abrir un cajón de su cuarto de soltero, se había encontrado con todas sus cartas. Lo sintió como una señal, y se decidió a buscarla. Pero no podía preguntarle a ninguna de sus amigas sin quedar expuesto, así que pasó una tarde entera googleando todos los institutos de inglés de Goya. Y cuando se le acabaron los de inglés, pasó a los de informática; tal vez ahí también daban clases de idiomas, y lo último que había sabido de ella era que era profesora.
Llamó uno por uno a cada instituto. Y a cada llamado se juraba “uno más y ya está, si no es, es que no tiene que ser”. Pero seguía intentando. Recién había recibido el mensaje de Ana esa mañana, porque la noche anterior se había cortado la luz en Pehuajó. Ahora que por fin la había encontrado, quería que le contara ella. “¿Y vos? Contame vos que hay de tu vida”.
Primero fueron cientos de audios y textos por Whatsapp. Después, llamadas que duraban horas, igual que cuando eran novios. Los dos estaban en crisis con sus parejas y sentían que ya no podían ni querían hacer mucho más para sostenerlas. Fueron seis meses de charlas y decisiones, seis meses en que entendieron que querían volver a estar juntos. Todavía no se habían visto cuando él se separó de su mujer. Ella hizo lo mismo: se mudó a la casa de su hija mayor. Era tan fuerte lo que les pasaba, que ni siquiera necesitaban verse para saberlo. O sí, “porque, con cinco años de noviazgo, nos conocíamos mucho, pero las personas cambian”, dice ahora Ana. Podía salir mal, pero también tenían claro que los matrimonios de los dos estaban rotos y la pandemia les había demostrado lo efímero que era todo: había que jugarse. Faltaba poco para el reencuentro.
Fue el 28 de febrero de 2021, en Buenos Aires. Ana había viajado para ver a su padre, que estaba grave, y Nicolás voló a verla. Llegó a la medianoche y el abrazo fue eterno. Pasaron el resto del día juntos. Hubo algunos nervios previos, los dos tenían miedo a que viejos no los quisieran, como a Manuelita, aunque sabían que era un miedo absurdo: hacía meses que todos los veían distintos y hasta lo notaban en el espejo: el amor los había rejuvenecido. Desde el primer minuto todo fue tan intenso como antes: la misma piel de hacía 35 años. Con una diferencia enorme: ya no le debían nada a nadie, ni había ninguna convención que respetar. Estaban solos para quererse y se deseaban mucho más. Fue una nueva primera vez, pero mucho más fuerte que la original.
Habían pasado sólo unas horas desde que él la dejó en el departamento de su hija mayor, que vive en Buenos Aires, cuando a Ana le avisaron que su padre había muerto. Fue con Nicolás al entierro en La Plata. Era otra señal –enorme– de que estaban unidos. El viaje terminó con una escapada a la playa. Cuatro días sin despegarse, y pensando en el próximo encuentro. Se llenaron de proyectos, pero entendieron, de una vez y para siempre, que lo mejor que tenían era el presente. Se amaban, eran felices, habían logrado volver a estar juntos.
Ahora viajan a verse cada dos meses y se hablan todo el tiempo. Una de las hijas de Ana ya conoció a Nicolás y las dos acompañan la felicidad de su mamá. Las visitas de ella a la cabaña de Bariloche en la que vive Nico son cada vez más largas. Salen a remar, hacen caminatas y disfrutan de lo que les pasa sin apurarse. Saben que, si se reencontraron después de más de tres décadas, es porque el tiempo está de su lado. Los dos peinan canas, pero tienen la seguridad que les faltaba. Ya no les asusta decirse que se aman y son mucho más apasionados. “¿Quien dijo que a los 60 no se puede tener mejor sexo que a los 20? –pregunta Ana, y se ríe–. Leí en un libro de Graciela Duffau que había que disfrutar del sexo con desparpajo. Así lo hacemos nosotros, y nos encanta”.
Ana dice que es como Manuelita, que volvió a buscar a su tortugo. “Con algunas arrugas que no quiero planchar, con 60 jóvenes años que quiero disfrutar. El nuestro es como un amor adolescente, pero renovado, y nos amamos profundamente. Es como un regalo que nos hizo la vida para seguir creyendo que lo somos”, dice Ana. Y entonces le pregunta a Nicolás, como a los 20: “¿Vos de cuantas mujeres de enamoraste, amor?”, y él la mira y le responde con los ojos brillosos: “De una sola, Ana. De una sola”.
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