Este 24 de mayo de 2022 se conmemoran 200 años de la Batalla de Pichincha, ocurrida el 24 de mayo de 1822, en las faldas del volcán centinela de Quito. Este hito histórico marca el inicio de la vida republicana, el nacimiento de lo que somos a partir de 1830, con la constituyente de Riobamba.
La historia ecuatoriana es rica en actos heroicos y patrióticos, pero es también nefasta en recuerdos siniestros del acontecer político, protagonizado por sujetos de ingrata recordación, que desgraciadamente han abundado en el país. Sin embargo, hoy es bueno e importante dedicarnos a recordar y celebrar la libertad, como el inicio de una nación soberana y dignamente capaz de buscar la paz y prosperidad para sus hijos.
Bien merecido tenemos hacer un tributo a esta Quito, repasar la vida del mariscal Antonio José de Sucre, entender el sacrificio, la muerte de tantos valientes que en combate dejaron su existencia por ofrecernos una patria fuera de todo yugo y posibilidad de esclavitud.
Pero más allá de los recuerdos, de la celebraciones que son necesarias para mantener nuestra memoria histórica, deberíamos hacer un ‘mea culpa’: ciudadanos comunes y políticos, gobernantes y dignidades que dirigen al país, para en un acto de conciencia nacional comprender que las vidas humanas que se perdieron en la batalla de 1822, deben ser honradas con nuestra seriedad, honestidad y trabajo diario por engrandecer este suelo que nos acoge como nacionales.
Deberíamos en honor a nuestros héroes desistir de las disputas politiqueras que solamente muestran el veneno mortífero de los intereses mezquinos, deberíamos emprender en una reconciliación nacional, en una entrega sin fines lucro por las causas ciudadanas.
Ciertamente la Batalla de Pichincha es una inmensa justificación para enderezar los rumbos de una Patria soñada por los próceres, a quienes la historia demuestra que no se les ha pagado bien. La defraudación no solamente es para las generaciones de jóvenes que miran en el transcurso político la mentira, la calumnia y la sinrazón, como norte de la vida pública, en una gran generalización de casos; es también una huella indigna que recorre el pasado y se proyecta peligrosamente para el futuro.
La ola de violencia, los grandes delitos de estado, el odio entre partidarios de uno u otro bando político, las divisiones para reinar, nunca estuvieron en la visión libertadora. El gran cometido fue entregar una nación digna, sin ningún halo de sometimiento a intereses ajenos y extranjeros.
Es hora de levantar nuestra de voz, de abrazarnos en un gran sentimiento de hermandad, que nos impida las rupturas fraternas y nos dé una misma meta más certera y más humanamente responsable. Entonces sí podremos celebrar con júbilo estos dos siglos de la batalla de Pichincha de 1822.
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