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Vie. Nov 22nd, 2024
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CARACAS – La voraz búsqueda de oro en el sur de Venezuela, practicada por miles de mineros ilegales amparados por diversos grupos armados, representa la mayor amenaza actual para la vida de sus indígenas, su hábitat y sus culturas, coinciden en señalar sus organizaciones y defensores de los derechos humanos.

En ese territorio que forma parte de la Amazonia “la minería, la violencia, la destrucción del hábitat, la muerte por enfermedades y la migración forzosa conforman un contexto que ya los indígenas califican como genocidio silencioso”, observó a IPS el investigador Aimé Tillet, con largos años de trabajo en el área.

Al otro extremo del país, en el noroeste fronterizo con Colombia, en el drama indígena destaca la delimitación pendiente de sus territorios, que les ha llevado a enfrentamientos y muertes en sus intentos por recuperar tierras ancestrales, mientras mueren de mengua y a menudo se ven reducidos a la indigencia.

Hay rasgos comunes en esa vida en regiones fronterizas que son hábitats indígenas, como el abandono por parte del Estado central, al incumplir sus deberes en salud, educación, seguridad, provisión de alimentos, combustible y transporte, insumos, comunicaciones y consultas debidas a los pueblos originarios.

El gobierno aúpa la actividad minera y decretó en 2016 como “Arco Minero del Orinoco”, en la margen derecha del río, un área de 111 844 kilómetros cuadrados, más grande que Bulgaria, Cuba o Portugal. En paralelo estableció una empresa de la Fuerza Armada, Camimpeg, para liderar la explotación de oro, diamantes, coltán y otros minerales convencionales y raros, de los que el país es especialmente rico.

La opacidad es un lunar en el manejo de las empresas militares por parte de las autoridades, según organizaciones no gubernamentales como Control Ciudadano para la Seguridad y Defensa

La prensa local ha mostrado unidades militares y policiales en la región involucradas en incidentes en torno a la actividad minera que han causado protestas de indígenas y defensores de los derechos humanos, y que van desde muertes de indígenas en altercados hasta masacres en las que “grupos desconocidos” han asesinado a decenas de personas.

La minería más artesanal y también ilegal, en centenares de espacios deforestados y junto a ríos contaminados con mercurio para la reducción del oro, es a menudo controlada por bandas delictivas que se autodenominan “sindicatos” y trafican con el metal, los insumos y también con las personas que van a trabajar en esas minas, muchas veces en forma forzosa.

Desde hace algunos años a los peligros se han sumado las guerrillas colombianas, en particular el Ejército de Liberación Nacional (ELN), que participa de la minería y otras actividades ilegales en el sureño estado de Amazonas, así como disidentes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, pacificadas en 2016, según destacan organizaciones de derechos humanos.

En la Sierra de Perijá, hábitat de tres pueblos originarios y que marca parte de la frontera norte entre Colombia y Venezuela, el ELN penetra en las comunidades indígenas, instala campamentos, cobra “vacunas (impuestos)” a ganaderos, supervisa el contrabando de ganado y recluta jóvenes para sus columnas.

Mapa de las áreas que son hábitat de los principales pueblos indígenas de Venezuela, según el estatal Instituto Geográfico Simón Bolívar. Los grupos más numerosos están en el extremo noroeste, sur y oriente del país. Imagen: IGVSB

Disparos en la selva

El 20 de marzo cuatro indígenas yanomami murieron abaleados en un sector de la Sierra de Parima, que en el extremo sur marca la frontera con Brasil, por disparos de efectivos de la Aviación venezolana, tras un altercado por la señal de internet y un aparato direccionador que compartían los militares e integrantes de una comunidad ancestral.

Los yanomami, que viven en esas selvas del sur venezolano y norte brasileño desde hace miles de años -son considerados testimonio viviente del hombre primitivo, entraron en contacto con el resto del mundo hace pocas décadas- han encontrado en la telefonía móvil un recurso de comunicación en sus muy dispersas comunidades.

Lo sucedido en Parima “no se puede tomar como una reacción aislada, sino como el resultado de un cúmulo de tensiones y abusos, de no tener un trato diferenciado en función de los derechos a una discriminación positiva”, declaró entonces Wataniba, una organización de apoyo a los pueblos indígenas de la Amazonia venezolana.

“Todas esas tensiones que se viven a diario en las fronteras son consecuencia del extractivismo, aunado a los abusos de poder por parte de efectivos militares, la transculturización y la falta de acciones concretas por parte de Estado para atender las necesidades primordiales de los pueblos indígenas”, agregó la organización.

Minería en la Amazonia venezolana. En centenares de explotaciones informales e ilegales para buscar oro se deforesta el terreno, se dañan los suelos, se contaminan la aguas con mercurio y se explota a los indígenas y otros trabajadores bajo formas de esclavitud moderna. Foto: RAISG

Garimpeiros indetenibles

En 1989, un decreto ley del entonces presidente Carlos Andrés Pérez (1922-2010 y quien gobernó el país entre 1974 y 1979 y 1989 y 1993)  prohibió por 50 años toda actividad minera en el estado de Amazonas, visible como el saliente sur en el mapa de Venezuela, selvático y de suelos frágiles, de 178 000 kilómetros cuadrados y 200 000 habitantes, más de la mitad de ellos integrantes de 20 pueblos indígenas.

Durante décadas, sin embargo, miles de garimpeiros (nombre brasileño para los buscadores informales de oro, de donde provenían originalmente), han incursionado en Amazonas, y en los últimos años a mayor escala, con empleo de pistas de aterrizaje, abundantes motobombas, e imponiendo relaciones a veces de intercambio y sobre todo de explotación con comunidades e individuos indígenas.

El 28 de julio de 2021, las organizaciones indígenas Kuyujani y Kuduno, así como el tribunal de justicia Tuduma Saka, de las etnias sanemá (rama yanomami) y sus vecinos ye’kuana (caribes), denunciaron la presencia de garimpeiros en cuatro comunidades en documentos entregados a la gubernamental Defensoría del Pueblo.

Más de 400 garimpeiros armados, según la denuncia, trabajaban con 30 máquinas extrayendo minerales preciosos en la zona del Alto Orinoco, forzando a hombres y niños a trabajar en la minería, y esclavizando y obligando a las mujeres a prostituirse.

La denuncia agregó que la destrucción de bosques alcanzó a los conucos (huertos) de las comunidades indígenas, que así quedaron dependientes de los suministros de los garimpeiros para su alimentación.

Tillet hizo notar que la incursión de guerrillas y mineros ilegales en el sur crea además focos de conflictos interétnicos, porque algunos indígenas y comunidades desesperadas por sobrevivir aceptan a los irregulares, y otras (como los uwottija o piaroas del Orinoco medio) se oponen contundentemente a esas incursiones.

Otra imagen de los daños de la minería sin control en una zona del sur de Venezuela. Foto: SOS Orinoco/RAISG

Esclavitud moderna

En las “currutelas”, minas de socavón, se busca emplear a varones jóvenes y niños para extraer arenas ricas en oro, y a mujeres para labores como cocinar, barrer, lavar y poner cierto orden en los campamentos, así como para explotarlas sexualmente.

Esa situación, generalizada en los cientos de minas del Amazonas y del suroriental estado de Bolívar, de unos 238 000 kilómetros cuadrados, se agrava en el caso de los indígenas, dijo a IPS el abogado Eduardo Trujillo, director del Centro de Derechos Humanos de la Universidad Católica Andrés Bello, que conduce varios estudios en la zona.

“Bajo el control de los grupos armados se generan dinámicas de violencia, con enfrentamientos y muertes, y situaciones de esclavitud moderna, con omisión que se traduce en aquiescencia por parte del Estado venezolano”, abundó Trujillo.

En particular, las mujeres indígenas, captadas para trabajar en los campamentos, “quedan sometidas a una dinámica de violencia, su trabajo no es voluntario, a veces no se les paga, y son sometidas con riesgo para su salud y vida”, subrayó.

La minería venezolana abona así cifras de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), según las cuales más de 40 millones de personas son víctimas de esclavitud moderna, 152 millones del trabajo infantil y 25 millones realizan labores forzosas.

El cerro Autana, visto de las márgenes del río Cuao, afluente del Orinoco medio. El pueblo uwottija lo considera sagrado y rechaza la presencia en el área de grupos guerrilleros provenientes de Colombia, asociados a la minería ilegal. Foto: Humberto Márquez / IPS

Adiós hábitat, cultura y vida

En Venezuela, según el censo de 2011, de sus 28 millones de habitantes al menos 720 000 son indígenas, pertenecientes a unos 40 pueblos originarios, y cerca de medio millón viven en áreas rurales indígenas, sobre todo en las regiones fronterizas.

Aunque la etnia mayoritaria (60 %) es la wayúu, un pueblo de lengua arawak que habita la colombo-venezolana península de la Guajira (norte), la mayoría de los pueblos está en el sur del país, algunos con miles de integrantes y otros con muy pocos centenares y con sus idiomas y saberes en riesgo de extinción.

La organización ambientalista Provita sostiene que al sur del Orinoco se han deforestado en los últimos 20 años 380 000 hectáreas, y las dedicadas a la actividad minera aumentaron en el lapso 2000-2020 de 18 500 a 55 000 hectáreas.

Zonas muy afectadas han sido riberas y cabeceras de ríos, muchas en áreas teóricamente protegidas como parques nacionales, y Tillet subraya que, además del daño ambiental, se trata de zonas de recursos limitados para la subsistencia, por los que ahora compiten las comunidades indígenas y los mineros.

Los indígenas “al depender de la minería para obtener algún ingreso, se ven forzados a abandonar su actividad tradicional de siembra, pesca y caza, se deteriora su alimentación, y avanzan la desnutrición y las enfermedades, como el paludismo, y aparece la vía de decir adiós a sus tierras, desplazarse y migrar”, expuso Tillet.

El investigador sostiene que los servicios de salud responsabilidad del Estado prácticamente han desaparecido, y más con la pandemia de covid-19, y la educación se ha desplomado con la migración de maestros, dándose el caso de que “niños que deberían estar en la escuela ahora laboran explotados en las minas”.

En el documento que presentaron ante la Defensoría del Pueblo, las organizaciones yanomami y ye’kuana dijeron ser víctimas de asesinatos selectivos, contaminación de las aguas con mercurio, contagio de enfermedades y, en resumidas cuentas, de “un genocidio cultural silencioso”.

Niños de una comunidad uwottija (piaroa) en la zona del Orinoco medio, donde organizaciones de ese pueblo originario rechazan la presencia de grupos guerrilleros provenientes de la vecina Colombia, asociados a la minería ilegal. Foto: Humberto Márquez / IPS

El territorio, derecho huidizo

La vigente Constitución, de 1999, reconoció el derecho de los pueblos indígenas a conservar sus culturas y poseer sus territorios ancestrales, y previó una demarcación expedita de esas áreas, de lo cual se cumplió solo una pequeña parte en el país.

En el caso del estado Amazonas, cuyo territorio es casi en su totalidad hábitat de pueblos originarios, esa demarcación se ha ignorado, impidiendo a los pueblos indígenas reclamar derechos, exigir consultas y consentimiento para la explotación del territorio y, eventualmente, obtener beneficios derivados de su posesión.

Para Tillet “la demarcación se mantiene como deuda, para la que no hay voluntad política, pero la avalancha minera ha relativizado su importancia, pues si las áreas protegidas como parques nacionales o monumentos naturales son violadas por la minería, puede pensarse que se haría lo mismo con territorios indígenas”.

Ejemplos son el sudoriental Parque Nacional Canaima, de 30 000 kilómetros cuadrados, rico en tepuyes –montañas de paredes verticales y techos planos – y grandes saltos de agua, y el Yapacana, en medio del estado Amazonas, de 3200 kilómetros cuadrados, donde la minería se practica mientras las autoridades miran hacia otro lado.

En cambio, en el noroeste se mantiene, con episodios de violencia, la lucha por la tierra del pueblo yukpa, en el centro de la Sierra de Perijá y que, como sus vecinos barí de origen chibcha y los wayúu, son un pueblo binacional, aunque con más individuos del lado venezolano que del colombiano.

El nudo del conflicto es que a lo largo del siglo XX los indígenas fueron arrinconados en las tierras más inhóspitas de la montaña, mientras que las llanuras, sobre la margen occidental del lago de Maracaibo, fueron ocupadas por fincas ganaderas.

Algunas comunidades han aceptado lotes de tierras –las menos ricas- otorgadas por el gobierno, pero un núcleo yukpa duro, que dirigió hasta su asesinato en 2013 el cacique Sabino Romero, reclama tierras donde hay haciendas ganaderas, mientras resiste incursiones de contrabandistas y guerrilleros en plena montaña.

Sabino Romero, cacique yukpa, de la Sierra de Perijá, fronteriza con Colombia, asesinado en 2013 en el marco de las luchas de su pueblo por recuperar tierras que quedaron en manos de ganaderos a lo largo del siglo XX. Foto: Sociedad Homo et Natura

“Otros miembros de la familia y seguidores de Sabino han sido asesinados al paso de los años y soportan agresiones y el asedio de sicarios y empleados de fincas ganaderas, cuando no de la Guarda Nacional (policía militarizada) o el ELN”, dijo a IPS Lusbi Portillo, conductor de la ambientalista Sociedad Homo et Natura.

Ana María Fernández, activista yukpa de la zona, ha dicho que “no solo luchamos contra terratenientes, grandes hacendados, cuerpos policiales y Guardia Nacional, y el Estado que no permite la demarcación de nuestras tierras. Nos atacan por igual la guerrilla colombiana y sicarios contratados por ganaderos”.

En contrapartida, algunos yukpa en ocasiones toman ganado como modo de cobrar los daños que se les infligen, pero otros, menos combatientes y no habituados a vivir en las ciudades “improvisan alcabalas en lo que fueron sus tierras para cobrar derecho de paso y tener algo de dinero para comer y sobrevivir”, dijo Portillo.

El activista sostiene que una alternativa es que el Estado cumpla compromisos de indemnizar a ganaderos cuyas haciendas deban ser devueltas a los indígenas, así como sus deberes de proporcionar vías de transporte para la producción agrícola de las comunidades y atención en salud ante el auge de enfermedades.

Ana María Fernández, activista de comunidades yukpa que reclaman la demarcación de sus terrritorios ancestrales en la occidental Sierra de Perijá, y de los cuales las mejores tierras fueron ocupadas por haciendas ganaderas a lo largo del siglo XX. Foto: OEPV

Hora de migrar

La crisis de la segunda década de este siglo en Venezuela ha forzado a miles de indígenas a migrar, en el torrente de seis millones de venezolanos que han abandonado el país desde 2014, en su inmensa mayoría dirigiéndose a los países vecinos de América Latina y el Caribe, Estados Unidos y España.

El grupo más numeroso es el de los warao, pueblo poblador del nororiental delta del Orinoco, en cuyo frente sur también hay actividad minera y maderera, y que han ido mayoritariamente a Brasil, aunque también a Guyana y Trinidad y Tobago.

Los warao “son menos de 50 000, y la migración de al menos 6000, más de 10 % de ellos, es una merma que dice mucho de la situación de derechos humanos de esta población. En el norte brasileño hay unos 5000, y Brasil ya los considera como otro pueblo indígena, además muy viajero, en su territorio”, comentó Tillet.

Pablo Tapo, del pueblo baré y coordinador del Movimiento Indígena Amazonense de Derechos Humanos, levantó un informe según el cual más de 4500 indígenas de nueve etnias en su región cruzaron la frontera con destino a Colombia en tres años.

Tanto en ciudades como en las zonas rurales “las comunidades se quedan solas porque no hay atención ni servicios, en los hospitales ambulatorios no hay médicos, ni medicinas ni insumos, y no hay seguridad alimentaria”, dijo Tapo.

En el sudoccidental y llanero estado de Apure, la confrontación armada que involucró hace meses a guerrilleros colombianos con militares de Venezuela forzó la huida a Colombia de grupos indígenas que poblaban el lado venezolano del río Meta.

En el extremo sudoriental, junto a Brasil, el pueblo pemón se ha resentido del desplome del turismo por la inseguridad asociada a la minería y la pandemia, incentivo para migrar, y en el noroeste para pueblos como los wayúu aprovechar los cruces de frontera es una vieja práctica sin novedad.

En el centro de los dramas de los indígenas está la explotación minera, en particular el ansia insaciable de oro, del que según un estudio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) este país puede producir unas 75 toneladas anuales, aunque la extracción real, legal o clandestina, posiblemente sea la mitad.

ED: EG / IPS NOTICIAS

 


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