Hace 120 años, la lava y las piedras que expulsó el volcán borró del mapa a la entonces capital de la Isla Martinica, Saint Pierre, conocida como “la París de las Antillas”. Fue una de las grandes catástrofes naturales del siglo 20. La increíble conducta de los animales y la reacción tardía del gobernador.
Fue como en las películas del cine catástrofe donde el gobernante, el que debe tomar las decisiones importantes, es el último en convencerse de la gravedad de la situación y en reaccionar. Desde principios de abril de 1902 el volcán Mont Pelée –”Montaña Pelada”- o Pai Lai, como lo conocían los indígenas, había comenzado a dar signos de actividad en Martinica, la segunda isla en extensión en las Antillas Menores.
Cristóbal Colón había llegado a Martinica el 15 de junio de 1502. Francia inició su colonización en 1635 y su capital, Saint Pierre fue el primer asentamiento europeo. Se la llamó la “París de las Antillas”. En una plantación de esa isla había nacido Josefina de Beauharnais, la primera esposa de Napoleón Bonaparte. La actividad principal del archipiélgado es la caña de azúcar y esta ciudad, que contaba con 20 mil habitantes, estaba atestada con la gente de los alrededores que, por precaución, buscaban protegerse de la furia del volcán.
Las Antillas Menores caribeñas son, fundamentalmente, de origen volcánico. Se despliegan en arco desde cerca de la costa nororiental de América del Sur hasta Puerto Rico y las Islas Vírgenes. Configuran una cadena de volcanes, algunos de ellos sumergidos, de 850 kilómetros.
Hasta ese momento esta montaña de fuego, de 1397 metros, se consideraba extinguida o, por lo menos, inactiva. De la erupción de 1792 se tenían pocos registros y nadie la tenía en cuenta y cuando lo hizo entre 1851 y 1852 fue muy leve, sin víctimas ni daños.
Hubo voces de alerta de excursionistas que vieron que en el lago que se había formado en su cráter se desprendían nubes de vapor, que luego pasó a ser humo y cada tanto se veían resplandores acompañados de un ruido particular, pero que entonces no se le dio demasiada importancia.
Sin embargo, los animales estaban inquietos y desorientados y los pobladores notaron un penetrante olor sulfuroso. Una fina ceniza flotaba en el ambiente y el 5 de abril un torrente de lava descendió de la ladera sur del volcán hacia el mar, en la dirección contraria a su capital levantada del lado norte, Saint Pierre. En su camino, la lava arrasó una fábrica de azúcar con sus 200 trabajadores. La lava hizo notar que había llegado al mar con explosiones increíbles y grandes columnas de vapor.
El gobernador era Louis Guillaume Mouttet, quien en 1898 había sido gobernador de Costa de Marfil y luego de la Guayana Francesa. En ese cargo le había tocado liberar a Alfred Dreyfus, un militar al que le habían inventado una causa de alta traición.
Mouttet, de 44 años, tenía la mente puesta en las elecciones para la cámara de diputados en Francia que se celebrarían el 11 de mayo. Con su esposa Marie de Coppet y sus tres hijos vivían en Fort-de-France, unos 35 kilómetros al sur de la capital. Ante la insistencia de los que daban la voz de alarma, dejó a cargo a su secretario general Georges L’Heurre y viajó con su esposa a Saint Pierre por barco. El matrimonio se despidió de sus hijos Lucie Alice, Helene Renée Louise y Jacques Louis. No los verían más.
En Saint Pierre, se alojaron en el Hotel Intendance. En el comedor, organizó una reunión con dos profesores de ciencias naturales, un ingeniero civil, un químico, un farmacéutico y un militar. El gobernador estaba acompañado por el alcalde Roger Fouché. Al finalizar esta reunión de notables, todos fueron de la opinión que el volcán no representaba un peligro serio para la población. Darían a conocer sus conclusiones al día siguiente. Llevarían tranquilidad a los pobladores, de que nada pasaría y con la recomendación que la ciudad era el mejor refugio.
Solo los indígenas estaban convencidos de que la Montaña de la Desgracia, como la conocían, provocaría una catástrofe.
Por precaución, el 2 de mayo algunos barcos, con escasa visibilidad por el aire enrarecido, dejaron la bahía al ver que la ladera occidental del volcán también estaba cubierta de ceniza. Hubo ríos que se desbordaron y aparecieron muchos animales muertos. Entre el 4 y el 7, los habitantes fueron sorprendidos por estallidos que se escuchaban dentro del cráter. La tierra temblaba y el servicio de energía eléctrica se cortó.
Lo que alarmó a la población es que la ciudad se vio invadida por toda clase de alimañas que también buscaban refugio. Serpientes venenosas mataron a una cincuentena de personas antes de que soldados salieran a la calle a exterminarlas.
A las 7 y media de la mañana del 8, cuando el pueblo se preparaba para la fiesta de la Ascención, que se celebra 40 días después de Pascua, se desató el infierno. La montaña despidió una columna piroclástica que alcanzó 10 kilómetros de altura. Era un cóctel mortífero de gases volcánicos calientes y materiales sólidos.
Esa inmensa nube, que de pronto se iluminaba con fuertes destellos de luz similares a relámpagos, se abatió con inusitada velocidad sobre Saint Pierre, lo que hizo que fuera extremadamente letal. En un minuto ya cubría la ciudad. El sol desapareció, no se veía nada, hubo fuertes ventarrones que le dificultaba a la gente caminar y que hasta arrancó algunos árboles. Eran densos vapores de un color violeta, acompañado por una lluvia de piedras y lodo. Una tromba de agua caliente completó la devastación.
Los tres minutos que esa nube tóxica, extremadamente caliente, fue suficiente para convertirla en ruinas. Todos los pobladores fallecieron víctimas de graves quemaduras y asfixiados. La ceniza, que penetraba por la boca, la nariz, los oídos, no les dio a los habitantes ninguna oportunidad. Algunos intentaron refugiarse en sus casas, otros fueron sorprendidos en las calles.
Cuando la nube desapareció -se frenó en la aldea de Le Carbot- de Saint Pierre solo quedaban ruinas, muertos y desolación. Todos los edificios estaban en llamas y el lugar quedó cubierto por un grueso manto de ceniza. Mucha gente, enloquecida y desesperada, se había tirado al agua, que tenía una altísima temperatura y allí encontraron la muerte.
El puerto vivía su propio infierno. Del mar se vio cómo se abría una enorme grieta en la ladera del volcán, de donde comenzó a salir lava y una nube negra. La lava alcanzó a los buques que buscaban escapar y muchos terminaron incendiados, sus tripulaciones calcinadas o ahogadas en las aguas extremadamente calientes. El barco que había abordado el gobernador -que pretendía dirigirse a Precheur- también colapsó, el funcionario atinó a tirarse al agua y falleció. La lava también alcanzó a varios buques, entre ellos el Roraima que llevaba una carga de nitrato de potasio y explotó, falleciendo muchos de sus tripulantes.
De los treinta mil muertos, hubo dos sobrevivientes. Si bien se hallaron tres mujeres, una niña Havivra, una sirvienta llamada Laurent y una chica Filotte, murieron horas después. Pero los que la pudieron contar fueron el zapatero León Compère-Leandre y el obrero Louis-Auguste Cyparis, que también se lo conoce como Ludger Sylbaris.
Esa mañana, el zapatero de 28 años estaba sentado en la puerta de su casa, cuando el cielo se oscureció y percibió la tierra temblar. Instintivamente entró a la casa y de pronto sintió un fuerte dolor: tenía quemaduras en sus brazos y piernas. Se acostó en la cama e irrumpieron a su habitación cuatro desconocidos pidiendo auxilio a los gritos. Todas se retorcían del dolor, pero el zapatero le llamó la atención que sus ropas no estaban quemadas. Una de ellas cayó muerta, con el cuerpo hinchado y la piel azulada. Como vio que el techo de su casa se quemaba, decidió salir a la calle. En el patio se tropezó con dos cadáveres abrazados. Los reconoció enseguida, era un matrimonio joven que vivía en el barrio. Por todos lados había gente muerta. A pesar de las heridas corrió y a los seis kilómetros se desplomó, víctima del cansancio y de los dolores. Había salvado su vida.
Cyparis la pasó peor. Había sido condenado a un mes de cárcel por robo. De día salía a trabajar y un día decidió no volver ya que no quería perderse una fiesta que habría en Precheur, su pueblo natal. Cuando a la semana volvió, lo encerraron en un calabozo, cavado en la roca bajo tierra, con una pequeña ventana que daba la espalda al volcán. Eso le salvaría la vida.
Esa mañana sintió un calor abrasador, la ceniza se filtraba por hendiduras. Quiso arrodillarse pero el piso estaba caliente. Se empezó a quemar. Desesperadamente golpeó la puerta de la celda. Gritaba pidiendo socorro pero nadie lo escuchaba. Así siguió el día 9 y el 10. Al cuarto día, dos hombres lo descubrieron desmayado, ya sin fuerzas. La ayuda había demorado en llegar porque los barcos no podían acercarse a la costa, debido a las altas temperaturas.
El 20 de mayo el volcán volvió a erupcionar y el 30 fue su última actividad de flujo piroclástico. Saint Pierre ya era historia y la capital pasó a ser Fort-de-France.
El afortunado Cyparis fue liberado y terminó siendo exhibido en el circo Barnum, donde mostraba sus cicatrices y era presentado como el hombre que había sobrevivido al juicio final, algo que se acercaba bastante a lo que ocurrió en aquella isla donde los indígenas insistían, a quien quisiera escuchar, en que ese volcán, al que conocían como “Pai Lai”, era la montaña de la desgracia.
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