Generic selectors
Busca exacta
Busca Simples
Buscar todo
Post Type Selectors
Filter by Categories
DIRECTORES Y REPRESENTANTES
Enlace Iberoamericano
Enlace Sudamericano
EVENTOS
Podcast
RADIO
TOP 10 Music
Lun. Nov 25th, 2024
Comparta nuestras noticias

Infobae.- Israel, febrero de 1987. El hombre de más de sesenta años, con algunos kilos de más, entra en la sala de audiencias. Lo acompañan dos guardias. Él es el acusado. Tiene una sonrisa amplia. Con sus manos esposadas saluda a parte del público. Apenas le quitan las esposas, abraza a su hijo de veinte años que lo acompaña, saluda con golpe de cabeza a su abogado, y le dice a sus hijas, sentadas en la primera fila, lo lindas que están. El ritual se repite cada mañana durante un año y medio. Y la pregunta vuelve a golpear cada día: ¿Es posible que este hombre mayor, vestido con un traje marrón arrugado que le queda un poco grande, con mirada afable y sonrisa bonachona, sea un monstruo y haya cometido las peores atrocidades posibles? A los pocos minutos cuando comienza la audiencia y el fiscal interroga al primer testigo, esos pensamientos se deshacen. Luego de identificarlo, el testigo lo señala con su dedo y con la voz quebrada por la furia y los ojos llenas de dolor, dice: “Ese hombre que está ahí solía seleccionar las víctimas entre los que estaban por morir.

Los apuñalaba en distintas partes del cuerpo, les arrancaba pedazos de carne de sus miembros, disparaba contra los que lloraban o se equivocaban al contar los latigazos, mutilaba la nariz y las orejas de los prisioneros para marcarlos. Y hasta lo he visto perforando las nalgas de un prisionero con un taladro”.

John Iván Demjanjuk tenía 66 años y estaba siendo juzgado en Israel después de haber sido deportado desde Estados Unidos. Más allá de los delitos atroces de los que se lo acusaba, más allá de los delitos tipificados por el ordenamiento penal, a Demjanjuk se lo acusaba de ser Iván el Terrible, el guardia más sádico del campo de exterminio de Treblinka. Demjanjuk llevaba años negándolo. No sólo juraba no ser Iván sino que desmentía haber estado en Treblinka, Sobibor o algún otro lugar como guardia. Aseguraba haber sido alistado en el Ejército Rojo y en 1942 internado por los nazis en campos de detenidos hasta el final de la guerra. Sostenía que todo se trataba de un lamentable error, de una confusión de la que él era víctima.

Las dudas sobre su identidad se extendieron durante más de veinte años. Su caso nos obliga a reflexionar sobre este tipo de juicios, el papel de las víctimas y sobre la posición qué deben tomar los jueces.

Treblinka fue un campo de exterminio. Se diseñó exclusivamente para asesinar a quienes entraban allí. Fría, perfecta y atroz fábrica de muerte.

Los que subían a los trenes hacia Treblinka, aunque ellos no lo supieran todavía, no tenían más esperanza. Su destino estaba sellado de antemano, la selección -eufemismo que significa: la decisión de asesinarlos- había sido hecha antes. Todo ocurría con precisión y velocidad. Un macabro y fluido mecanismo del horror.

Cada etapa duraba poco tiempo pero estaba bien determinada y tenía su propio estado de ánimo. Al principio, la impostura y el engaño; una falsa amabilidad para pretender una atmósfera de tranquilidad. Lo único que podía hacer sospechar a los prisioneros era la impaciencia de quienes daban las órdenes. Todo debía ser hecho con celeridad.

Se les informaba que pasarían a recibir un baño colectivo después del largo viaje en tren; luego recibirían ropa limpia y nueva, y serían reasignados hacia otro destino. Una vez que ingresaban a la edificación, las víctimas no tenían mayores motivos para sospechar su final inminente.

Unas cerámicas con la estrella de David en relieve convencían a los recién llegados que se trataba de un mikvé, un baño ritual judío. Esos hombres y mujeres creían que sólo se asearían. Pero el engaño, la falsa sensación de normalidad, no finalizaba en ese punto.

La edificación más cercana al punto de llegada de los trenes parecía una pulcra estación de trenes con flores y arbustos que lo engalanaban. Pero sólo se trataba de una fachada que ocultaba un enorme depósito en el que se guardaban todas las pertenencias de los recién llegados. Sus abrigos, valijas, joyas, ahorros y otros valores que luego de ser evaluados eran enviados a Alemania (aunque muchas de las cosas más valiosas se las quedaran los oficiales a cargo). La cercanía con los trenes les evitaba tener que transportar largas distancias el botín saqueado a los judíos, que era enorme: cada persona tenía permitido llevar hasta 50 kilos de equipaje.

En esa estación todo era mentira, nada era de verdad: ni siquiera el reloj, que engalanaba la puerta de entrada, era real. Estaba pintado sobre la pared: las agujas siempre marcaban la misma hora.

Luego de que se desnudaran llegaba la etapa de la violencia. Quien no hacía caso o se demoraba más de lo que los captores tenían estipulado sufría latigazos, palizas atroces o era asesinado de un disparo.

Se ha calculado que la tasa de supervivencia en Treblinka no superó el 1%. De cada cien que arribaban, sobrevivió menos de uno. Alguien puede suponer que esa aceitada máquina asesina requería de enormes instalaciones y de miles de soldados. Nada de eso. A diferencia de Auschwitz, Treblinka ocupaba un terreno de escasas dimensiones y funcionaba con unas pocas decenas de soldados y oficiales nazis a cargo, cuya labor principal era dar directivas y asegurar el orden y la disciplina a través del terror y de los castigos físicos.

Las tareas de manipulación de los cadáveres y de la limpieza de las cámaras estaban a cargo de los Sonderkommandos, prisioneros judíos que tenían una mayor sobrevida -la mayoría también serían asesinados- por haber sido elegidos para llevar a cabo esas tareas desagradables y necesarias para la eficacia de la matanza.

Uno de los personajes clave en Treblinka fue su comandante general, Franz Stangl. Él fue quien perfeccionó esta máquina criminal.

Pero hay otro que se destacó y del que se habló durante muchos años: Iván el Terrible.

Iván el Terrible era el más inhumano dentro de la inhumanidad, el más asesino entre los asesinos, el más abyecto en medio de la abyección. El peor en un paisaje infernal.

Era quien manejaba los motores que ponían en marcha las cámaras de gas, quien hacía ingresar a los prisioneros a sus dependencias. Todo en él era sadismo y crueldad. Se burlaba de sus víctimas, las maltrataba. Cortaba orejas, rebanaba narices, perforaba pezones, tajeaba órganos sexuales. Sólo lo hacía por diversión y como muestra de su poder. Utilizaba su bayoneta para divertirse. Él, sólo porque podía y porque lo encontraba placentero, dejaba un tendal de carne humana en el ingreso a las cámaras de gas y el piso lleno de sangre. Nadie le había ordenado eso. En las torturas de Iván el Terrible no hay obediencia a un superior. Ni siquiera ese atenuante le quedaba.

Treblinka fue el lugar más atroz del Siglo XX. E Iván el Terrible fue el peor de los exponentes de ese campo de exterminio.

Durante muchos años se discutió acerca de la verdadera identidad de este asesino. Iván era un nombre frecuente entre los bielorrusos, ucranianos y rusos. Dentro del escaso personal de Treblinka se contaban dos decenas de nazis, hasta 100 soldados de etnias de Europa Oriental y varios prisioneros judíos que llevaban a cabo las tareas más duras. Así que en el campo de exterminio es posible que convivieran varios soldados de nombre Iván. Durante décadas los cazadores de nazis siguieron pistas falsas y datos erróneos.

En 1975, investigadores norteamericanos, gracias al descubrimiento de unas listas y en la búsqueda de otro de los señalados como guardias de Treblinka, dieron con la pista de Demjanjuk. Él, ucraniano, vivía hacía casi tres décadas en Estados Unidos, en Cleveland. Había llegado junto a su esposa y su pequeña hija a fines de la década del cuarenta como refugiado. Trabajó en el campo y luego consiguió trabajo en la fábrica Ford por sus dotes como mecánico. El matrimonio tuvo otros dos hijos, se compró una casa y obtuvo la nacionalidad. John eran un activo participante en las actividades de la iglesia local y un vecino muy querido en su pueblo. Por eso cuando las acusaciones lo señalaron como un sádico asesino nadie quiso creerlo.

El proceso de investigación fue muy largo. Descubrieron que había mentido en los papeles migratorios originales. Pero, en su defensa, había que decir que casi todos lo hacían. Por una condición que se había acordado en Yalta, los que eran ciudadanos soviéticos sólo podían obtener refugio en otros países si habían dejado la U.R.S.S. antes del 1 de septiembre de 1939. Para conseguir la radicación en países occidentales, la mayoría mentía en la fecha porque era imposible de comprobar.

Desde el principio Demjanjuk negó todo. Se mostraba más sorprendido que enojado. Le parecía inconcebible ser señalado como un asesino. Los investigadores no le creían. En Estados Unidos, como no podía ser juzgado por crímenes en otros países, fue llevado ante la justicia con la excusa de la violación de las leyes migratorias. La comunidad de su ciudad salió masivamente a defenderlo. Los ucranianos radicados en Estados Unidos y Canadá recaudaron fondos para pagar la defensa: recaudaron casi dos millones de dólares. Pero en 1986, Demjanjuk fue deportado a Israel dónde sería juzgado.

El juicio fue interpretado como una nueva Causa Eichmann. Serviría para poner en contacto a las nuevas generaciones con el horror de la Shoah. Era el primero de este tipo en ser televisado. Cada día durante ocho horas millones de israelíes sintonizaban la televisión o ponían la radio para seguir las instancias del proceso y para escuchar los estremecedores testimonios de las víctimas. Muchos de los testigos eran hombres muy mayores que lo señalaron y le enrostraron todo lo que les había hecho a sus amigos y familiares. Los jueces todo el tiempo protegieron el derecho a defensa del acusado. La acusación se centraba en que él era Iván el Terrible. Una credencial encontrada lo mostraba como guardia del sistema concentracionario pero no en Treblinka. La defensa aducía que ese cartón estaba falsificado. Después había unas pocas fotos que no eran concluyentes, casi ningún documento y muchos testimonios. En algún momento, el juez principal le ofreció una salida al acusado: le explicó que su coartada tambaleaba, pero que si la cambiaba por la verdad podía salir con vida del juicio. Los jueces, y observadores atentos como la periodista alemana Gitta Sereny, se dieron cuenta que Demjanjuk no era Iván el Terrible, pero que de todas maneras estaba mintiendo, que él había sido guardia en Sobibor y otros campos. Pero Demjanjuk no aceptó ese escape. Siguió firme en su versión aunque a esa altura de las audiencias su situación fuera muy complicada. En caso de decir la verdad, ponía a los jueces en una situación incómoda: no podían condenarlo por lo que se lo estaba juzgando (los crímenes de Iván el Terrible en Treblinka) y desautorizaba a los sobrevivientes ya ancianos que habían brindado testimonios estremecedores. Pero tenía que reconocer que había mentido, muy en especial delante de sus hijos que creían ciegamente en él.

¿Era Demjanjuk un impostor fenomenal, un actor que representaba el papel más largo de la historia? ¿Era un sádico asesino que se está riendo de todo el mundo, intentando salir impune una vez más? ¿O tan solo era la víctima de una conspiración o de un error enorme?

Él siempre sostuvo que era una víctima más, por un lamentable error de identidad estaba pasando por ese presente tortuoso.

Ya fue dicho que en Treblinka los sobrevivientes eran una rara excepción. En las audiencias del juicio hubo varios de ellos. Sus testimonios fueron conmovedores e insoportables.

Se enfrentaban al demonio cara a cara. “¿Por qué los mataste? ¿Por qué los torturaste y los mataste? ¿Te hicieron algo?”, preguntó uno de ellos a quién cree que asesinó a su familia, que mutiló a sus madres o hermanas. La crudeza de esos encuentros es estremecedora. Y ellos presentan otra dificultad que deben resolver los jueces israelíes.

¿Qué hacer con los testimonios de los sobrevivientes? ¿Se les debe creer a ultranza? ¿Pueden estar influidos por la ilusión de querer identificar al culpable, por deficiencias de su memoria o por un simple error de identidad? Esa dicotomía entre verdad y memoria, esa posible colisión sumaba una nueva capa al análisis de la cuestión.

Esos testigos que eran plenamente conscientes de que eran de los pocos que pueden contar en primera persona lo sucedido y que en unos años ya ni ellos quedarían, cargaban con una enorme responsabilidad. Y también con un sentimiento de culpa por haber sido los que sobrevivieron. Sentados en el tribunal, frente al acusado, se veía en sus ojos viejos que era gente con la vida destrozada que combatió contra lo sufrido para poder seguir adelante. Gente que llevaba una vida cotidiana pero tenía encima un dolor inefable.

Un año y medio después del inicio de las audiencias, llegó la sentencia: Demjanjuk fue condenado a muerte. Sus abogados apelaron. Esa instancia llevó muchos años. Desde su celda, el condenado escuchó como en una dependencia cercana los carpinteros construyeron la horca en la que terminaría sus días. Pero en el medio aparecieron nuevas pruebas. Listas de guardias, decenas de personas que identificaron a Iván el Terrible como Iván Marchenko, y pruebas casi incontrastables de la presencia de Demjanjuk en Sobibor, otro campo. La Corte Suprema israelí revocó el fallo. Como no podía ser juzgado dos veces por los mismos hechos y cómo no había sido acusado por actuar en Sobibor, sino por los crímenes de Iván el Terrible en Treblinka fue sobreseído. Esa misma noche, el ex guardia ucraniano regresó a Estados Unidos tras siete años de detención en Israel.

Pero la historia no terminó allí. Tendría varios puntos de giro más.

En Cleveland fue recibido con alegría, casi como un héroe por la comunidad ucraniana. De todas maneras, a la gran mayoría, ya no le quedaban dudas que Demjanjuk había mentido y que no había estado detenido por los nazis, sino que había sido guardia, muy probablemente en Sobibor.

En 1999, otra vez Estados Unidos comenzó a investigarlo formalmente. El proceso de quita de la ciudadanía se puso en marcha en 2002. En 2009 Alemania pidió su extradición y fue deportado de inmediato. Lo juzgaron en Alemania cuando ya tenía 90 años. Asistió a las audiencias en silla de ruedas, dormitando la mayoría del tiempo. Lo acusaron por las 27.900 muertes que hubo en Sobibor. Lo encontraron culpable y la pena fue de cinco años de prisión. Fue el primer condenado sin haber sido acusado de algún crimen en particular. Se lo consideró culpable por haber estado allí. Se lo responsabilizó por cada muerte acaecida en Sobibor.

Los jueces le permitieron esperar el resultado de la apelación en libertad. No existía ninguna posibilidad que en su estado de salud pudiera escapar. Murió el 17 de marzo de 2012. Tenía 91 años. Murió en libertad y sin ser declarado técnicamente culpable ya que la condena estaba pendiente de revisión.

Hace unos años Netflix contó su historia en una muy buena serie documental de cinco capítulos llamada The Devil Next Door (El Diablo de Al Lado).

El caso de John Demjanjuk, (los 27 años de investigaciones, extradiciones, juicios y apelaciones) plantea dilemas sobre los que es necesario pensar en los procesos contra asesinos de masas o por crímenes de lesa humanidad. Es, también, una historia sobre la memoria, sobre el dolor, sobre la justicia, sobre los límites, sobre las atrocidades, sobre hasta dónde se debe llegar para juzgar a los culpables. Y, en especial, una historia sobre cómo la humanidad pudo llegar tan bajo.


Comparta nuestras noticias
Contacto
Envíe vía WhatsApp
Social Media Auto Publish Powered By : XYZScripts.com
×