“El presidente soy yo”, aclara a cada rato Alberto Fernández. Se ve obligado a hacerlo porque su Gobierno arrastra un estigma, la duda fundacional de qué tanto condiciona su poder la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, quien sigue siendo la política más poderosa e influyente del país.
La desconfianza se debe a que, en mayo de 2019, cuando la dos veces expresidenta era la principal líder opositora del entonces presidente Mauricio Macri y se preveía que se postularía por tercera vez a la presidencia, sorprendió al anunciar que había elegido a Alberto Fernández, su exjefe de Gabinete, para que encabezara la fórmula en la que ella iría como candidata a la vicepresidencia.
Fue una jugada maestra que desconcertó por completo a sus propios seguidores, pero también a sus críticos (y odiadores). Que hiciera a un lado su protagonismo, decidiera ocupar la segunda fila y definiera al candidato presidencial era, también, inédito.
La premisa política del momento advertía: “Con Cristina no alcanza; sin Cristina no se puede“. Las encuestas demostraban que Fernández de Kirchner mantenía un inamovible núcleo duro del 30 % de simpatías, importante, pero insuficiente para garantizar un triunfo en las elecciones. En cambio, el perfil conciliador de Alberto Fernández podía allegar esos votos que faltaban.
El anunció consolidó al Frente de Todos, una alianza conformada por partidos y agrupaciones peronistas que hasta entonces, acosados por rencores mutuos, mantenían una diáspora. Pero se unieron, se organizaron. Y ganaron.
Para ello, contaron con la invaluable ayuda de Macri. El fracaso de su Gobierno, que empobreció al país y lo dejó sumido en una profunda crisis económica, fue fundamental para que la mayor parte de la población volviera a elegir al peronismo.
Dos años después, ya no hay lugar para los festejos ni las alabanzas. La alianza peronista está resquebrajada, envuelta en disputas internas, algunas más públicas y graves que otras, azuzadas por las críticas del kirchnerismo que a cada rato presionan a Fernández a subrayar que él es el presidente, que es él quien toma las decisiones, no Fernández de Kirchner.
Cada vez que lo advierte pretende enviar una señal de liderazgo, aunque en realidad sólo ratifica su debilidad porque la autoridad y el poder se ejercen, no se declaran.
La renuncia
Fernández esperaba viajar esta semana a Rusia y China fortalecido, con la tranquilidad de haber concluido la tensa refinanciación de la deuda por 44.500 millones de dólares con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y que es una de las principales y más pesadas herencias del macrismo.
Pero el lunes por la noche, el diputado Máximo Kirchner detonó una bomba política al renunciar a la presidencia de la bancada oficialista en la Cámara de Diputados. Y lo hizo a través de una carta en la que abundaron reproches al presidente.
Por el contrario, el aval de parte de la oposición y de poderes económicos (empresarios y banqueros) históricamente antiperonistas convocaba a sospechas. Si los sectores que siempre se resisten a los postulados peronistas de justicia social, derechos sociales y redistribución de la riqueza apoyaban de inmediato el acuerdo, algo debía estar mal. Muy mal.
Y lo estaba. En su carta, Máximo Kirchner denostó que el FMI no asumiera su irresponsabilidad de haberle otorgado a Macri un monto récord sólo para apoyar su búsqueda de una reelección que, finalmente, perdió.
“No aspiro a una solución mágica, sólo a una solución racional. Para algunos, señalar y proponer corregir los errores y abusos del FMI que nunca perjudican al organismo y su burocracia, es una irresponsabilidad. Para mí lo irracional e inhumano, es no hacerlo”, acusó el diputado, quien aclaró que sólo deja la presidencia de la bancada, no el bloque, lo que matiza el riesgo de ruptura total.
Pero el quiebre está ahí, evidente, en un Gobierno dividido entre un presidente y su ministro de Economía, que aseguran de manera insistente que el acuerdo con el FMI no implicará ningún ajuste del gasto público (es decir, recorte de programas sociales), y el kirchnerismo que anticipa que no apoyará en el Congreso la renegociación tal y como está, porque contradice las premisas ideológicas y las promesas de campaña con las que ganaron las elecciones.
El caos
Los rumores de la inconformidad del kirchnerismo con la gestión presidencial y de las divisiones en la alianza peronista fueron permanentes desde el principio. Los trascendidos con las críticas internas abundaban. Y los terminó de validar la propia vicepresidenta a fines de octubre de 2020, casi un año después de la asunción de Fernández.
“Más allá de funcionarios o funcionarias que no funcionan y más allá de aciertos o desaciertos”, dijo en una carta que impuso el género epistolar en la política argentina y en la que cuestionó abiertamente el desempeño de parte del gabinete.
La tensión en el Frente de Todos siguió latente, pero estalló por completo el año pasado, luego de las elecciones internas de candidaturas legislativas que se realizaron en septiembre y en las que el peronismo sufrió los peores resultados electorales de su historia.
Fernández de Kirchner exigió cambios en el gabinete a los que el presidente se negó. En respuesta, los funcionarios kirchneristas pusieron sus puestos “a disposición”. La crisis política fue total, con reclamos, críticas, denuncias e intercambio de acusaciones en la alianza peronista. La incertidumbre se profundizó de tal manera que se dudaba del rumbo inmediato del Gobierno.
Con el país en vilo, se difundieron audios de la diputada cristinista Fernanda Vallejos, quien no escatimaba insultos al presidente: “El enfermo de Alberto Fernández es un okupa, quiere conservar a su núcleo de inútiles, no tiene votos, no tiene legitimidad, no lo quiere nadie“, “no hay conducción política, el jefe de Gabinete es un payaso”, “este Gobierno ya fue, fracasó“, “la dueña de los votos es Cristina”, “no hay ningún tipo de previsión ni planificación”, “el tipo [Fernández] esta atornillado y tiene atornillados a todos los inútiles que tiene en el gabinete”, “los resultados [del manejo de la pandemia] también son pésimos”.
Hoy, esa misma diputada ya anticipó que, en los términos en los que está, el acuerdo con el FMI garantiza una derrota para el oficialismo en las presidenciales del próximo año.
La filtración de los tres largos audios todavía hoy genera suspicacia. Para algunos militantes, formaron parte de la estrategia de la vicepresidenta para que, en esos días álgidos de la post derrota, una de sus leales fijara su posición en términos que ella no puede usar, por lo menos no públicamente. Del otro lado, hubo enojo y desconfianza por parte de quienes consideraban innecesario llegar a tales niveles de beligerancia y agresiones para exhibir su poder.
En esos cinco días que conmovieron al peronismo, la vicepresidenta sumó su voz propia, otra vez mediante una carta que develó aun más las abismales peleas internas. Al final, Fernández cedió y cambió parte del Gabinete. Desde entonces, sigue insistiendo en que él es el presidente y, por lo tanto, quien toma las decisiones.
El problema es que decidió acordar con el FMI. Y su estrategia, que fue presentada el viernes como un éxito, en un par de días viró hacia la total incertidumbre con la renuncia de Kirchner porque ahora es imposible predecir qué pasará con la renegociación. Y con el propio Gobierno de un país que carece de reservas, con inflación y devaluación récord y, sobre todo, con casi la mitad de su población en la pobreza.
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