Las sorprendentes vacunas para la covid fabricadas por Pfizer-BioNTech y Moderna utilizaron descubrimientos sepultados hace mucho con la esperanza de acabar con epidemias del pasado.
A miles de kilómetros del laboratorio de Barney Graham en Bethesda, Maryland, un nuevo y aterrador coronavirus había saltado de los camellos a los humanos en Oriente Medio, y mataba a una de cada tres personas contagiadas. Graham, un médico experto en los virus más difíciles de combatir en el mundo, llevaba meses trabajando para desarrollar una vacuna, pero no lograba avanzar.
Ahora estaba aterrado porque el virus, el síndrome respiratorio de Oriente Medio, o MERS por su sigla en inglés, había infectado en el otoño de 2013 a uno de los científicos de su laboratorio, que enfermó con fiebre y tos tras una peregrinación a la ciudad santa de La Meca, en Arabia Saudita.
Un hisopado nasal dio positivo para un coronavirus, lo que parecía confirmar los peores temores de Graham, solo para que una segunda prueba lo aliviara: se trataba de un coronavirus leve, causante de un resfriado común, no del MERS.
Graham tuvo un destello de intuición: tal vez valía la pena examinar más de cerca a ese aburrido virus que causaba resfriado.
Fue un impulso surgido más de la conveniencia y la curiosidad que de la previsión y no esperaba ganancias ni gloria. Pero la decisión de estudiar el resfriado terrible de un colega culminaría en descubrimientos cruciales. Junto con otros avances azarosos que en su momento parecieron insignificantes, al final este proceso llevaría a la creación de las vacunas de ARN mensajero (o ARNm) que ahora protegen de la COVID-19 a millones de personas.
Las vacunas se desarrollaron a una velocidad récord y llegaron cuando se cumplió un año del surgimiento de la misteriosa neumonía en China, mientras tantas otras cosas — las disputas políticas, la desconfianza del público, la planeación del gobierno— salieron mal.
Siguen siendo una maravilla: incluso ahora que la variante ómicron impulsa una nueva ola de la pandemia, las vacunas han demostrado ser notablemente resistentes a la hora de defendernos contra la enfermedad grave y la muerte. Además, los fabricantes, Pfizer, BioNTech y Moderna, afirman que la tecnología del ARNm les permitirá adaptar las vacunas con rapidez para defenderse de cualquier nueva versión peligrosa del virus que la evolución produzca.
Los escépticos han aprovechado el veloz desarrollo de las vacunas —una de las hazañas más impresionantes de la ciencia médica— para socavar la confianza que tiene la sociedad en ellas. Sin embargo, los avances de las vacunas se fueron desarrollando durante décadas, poco a poco, cuando los científicos de todo el mundo investigaban en áreas distintas, sin imaginar que su trabajo se uniría un día para controlar la pandemia del siglo.
Las empresas farmacéuticas aprovecharon estos hallazgos y diseñaron un producto que pudiera fabricarse a escala, en parte con la ayuda de la Operación Máxima Velocidad, el programa multimillonario implementado por el gobierno de Trump para apresurar el desarrollo y la manufactura de vacunas, medicamentos y pruebas diagnósticas para combatir el nuevo virus.
Sin embargo, durante años, los científicos que hicieron posibles las vacunas tuvieron que combatir la indiferencia del público y luchaban para conseguir fondos. A menudo, sus experimentos fallaban. Cuando la labor era demasiado aplastante, algunos la abandonaron. Y, a pesar de su curso impredecible y zigzagueante, la ciencia fue construyéndose, exprimiendo conocimiento de cada fracaso.
Las vacunas solo fueron posibles gracias a los esfuerzos en tres áreas. El primero comenzó hace más de 60 años con el descubrimiento del ARNm, la molécula genética que ayuda a las células a fabricar proteínas. Décadas más tarde, dos científicos de Pensilvania decidieron utilizar la molécula para ordenar a las células que fabricaran pequeños trozos de virus para reforzar el sistema inmunitario.
El segundo esfuerzo sucedió en el sector privado, pues las empresas de biotecnología de Canadá buscaban una forma de proteger las frágiles moléculas genéticas para que pudieran llegar a las células humanas de manera segura. Estas empresas trabajaban en el naciente campo de la terapia génica, que modifica o repara los genes para tratar enfermedades.
La tercera línea de investigación crucial comenzó en la década de 1990, cuando el gobierno de Estados Unidos se embarcó en una búsqueda multimillonaria para encontrar una vacuna con el fin de prevenir el sida. Ese esfuerzo financió a un grupo de científicos que intentaron atacar las importantísimas “espículas” o “espigas” de los virus del VIH que les permiten invadir las células. Ese proyecto no ha dado como resultado una vacuna exitosa contra el VIH. No obstante, algunos de esos investigadores, incluyendo a Graham, terminaron por hacer descubrimientos que permitieron que se mapearan las espículas de los coronavirus.
A principios de 2020, estas diferentes líneas de investigación se unieron. La espícula del virus de la covid se codificó en moléculas de ARNm. Esas moléculas se envolvieron en una capa de grasa protectora y se vertieron en pequeñas ampolletas de vidrio. Al aplicarse las inyecciones en los brazos menos de un año después, las células de las personas receptoras respondieron produciendo proteínas que se parecían a las espículas, y que entrenaron al cuerpo para atacar el coronavirus.
Esta historia extraordinaria comprobó la promesa de la investigación científica básica: que muy de vez en cuando, los viejos descubrimientos pueden rescatarse del olvido para hacer historia.
“Todo estaba en su lugar: lo vi con mis propios ojos”, dijo Elizabeth Halloran, bioestadística de enfermedades infecciosas en el Centro de Investigación Oncológica Fred Hutchinson en Seattle que lleva más de 30 años haciendo investigación en vacunas, pero no participó en el proyecto para desarrollar las vacunas de ARNm. “Fue algo milagroso”.
Un virus astuto
En diciembre de 1996, el presidente Bill Clinton invitó a Anthony Fauci al Despacho Oval para informarle sobre la grave pandemia de esa época, el SIDA, que para ese entonces había matado a más de 350.000 personas en Estados Unidos y seis millones más en todo el mundo.
Fauci, el científico de más alto nivel gubernamental que estudiaba el virus, se sentía extrañamente esperanzado. Por primera vez desde que surgió el virus, las muertes anuales por sida en Estados Unidos habían descendido, gracias a varios nuevos medicamentos que fueron probados y aprobados luego de años de una fuerte presión pública por parte de los pacientes activistas.
Pero a su arsenal le faltaba la herramienta más valiosa: una vacuna. Y el presidente se impacientaba.
Cuando los hombres caminaban hacia el Jardín de las Rosas, recordó Fauci, el presidente dijo: “Conocen el sida como enfermedad ya desde 1981. ¿Cómo es que ustedes todavía no tienen una vacuna?”.
Desconcertado, Fauci, le dijo al mandatario que todos los esfuerzos de investigación hasta la fecha habían estado descoordinados. Luego hizo una propuesta audaz: un centro de investigación en el que los científicos de distintas disciplinas pudieran comunicarse y colaborar con el fin de lograr una vacuna real en vez de solo probar que su disciplina tenía las respuestas.
Clinton se dirigió a su jefe de personal, Leon Panetta, y le preguntó: “¿Crees que podemos hacer eso?”.
“Usted es el presidente de Estados Unidos”, recuerda Panetta que le respondió. “Usted puede hacer lo que se le dé la gana”.
Fauci asumió que lo decían por halagarlo. La investigación en vacunas no era una ciencia muy emocionante y hacía mucho que estaba en segunda fila respecto a los esfuerzos por curar el cáncer y las enfermedades cardiacas. Pero cinco meses más tarde, Fauci recibió una llamada de uno de los encargados de escribir los discursos del presidente. Clinton iba a dar un discurso de graduación en la Universidad Morgan State en Baltimore y quería anunciar el centro de investigación en vacunas. ¿Podría Fauci darles una descripción? “Me quedé completamente helado”, dijo Fauci.
Graham fue uno de los primeros científicos en ser reclutados para este nuevo proyecto. Era un virólogo barbudo y de gestos tranquilos que con 1,95 metros de estatura se erguía por encima de sus colegas de la Universidad de Vanderbilt en Nashville. Había empezado su carrera como médico clínico pero en 1982, cuando recién era jefe de residentes en el hospital, tuvo una experiencia desgarradora.
Un hombre sin hogar llegó a urgencias delirante, con lesiones cutáneas e infecciones en pulmones, hígado y bazo. Al ver su expediente, Graham se sorprendió por el colapso del sistema inmunitario del hombre y sospechó que había un nuevo virus que se propagaba entre los consumidores de droga y los hombres homosexuales. Tuvo razón: el hombre tenía sida.
Pronto el hospital estaba lleno de pacientes con la misma variedad de síntomas, a menudo eran jóvenes esqueléticos y desesperadamente enfermos que dejaban al personal con una sensación de desesperación.
“Daba miedo, horrible”, dijo Graham. Sin importar cuán misterioso era el virus, juró que encontraría un modo de prevenir su propagación. “Quiero ser virólogo”, le dijo al jefe del departamento de enfermedades infecciosas. “¿Qué hago?”.
El Centro de Investigación de Vacunas abrió sus puertas en el año 2000 en el campus de los Institutos Nacionales de Salud, en Bethesda, con un presupuesto anual de 43,9 millones de dólares (al cambio actual) y con 56 personas en plantilla. Entre ellos estaba Graham. Ahora esa institución tiene 444 empleados y un presupuesto de alrededor de 180 millones de dólares.
Para complementar la investigación, el Instituto Nacional de Salud gastó más de 1500 millones de dólares en el mismo periodo en una red nacional de sitios de ensayos clínicos para vacunas experimentales de VIH. Se han probado alrededor de 85 vacunas para el VIH. Pero ninguna ha dado resultados.
Los fracasos del VIH
Las vacunas protegen a las personas brindándole al sistema inmunitario una vista previa de un microbio invasor para que pueda preparar una fuerte defensa contra el microbio real.
Sin embargo, era imposible vacunar contra el VIH por una larga lista de motivos. Otros virus pueden usar uno u otro mecanismo de protección para evadir al sistema inmunitario. Pero el VIH parecía usarlos todos. “Si lográramos hacer una vacuna para el VIH, todos los problemas con otros virus se resolverían”, explicó Graham.
Algunos de los investigadores del centro decidieron probar un nuevo enfoque más teórico, a pesar de que era una posibilidad remota. Trazarían un mapa de la estructura atómica detallada de la espícula del VIH, una proteína que sobresale y que permite al virus invadir las células humanas. A continuación, tratarían de identificar la parte de la espícula que era más vulnerable a los anticuerpos, los componentes del sistema inmunitario que reconocen los virus y pueden bloquear la entrada de las espículas en otras células. En última instancia, el objetivo era fabricar una vacuna que le mostrara al organismo una versión inofensiva de esa misma sección de la espícula.
Sabían que sería difícil. Las espículas del VIH cambian constantemente de forma, adoptando una forma antes de invadir una célula y otra diferente cuando el virus se cuela en ella. Para tener más probabilidades de mantener a raya el virus, una vacuna idealmente solo usaría la forma que despertaba anticuerpos potentes contra una primera forma de la espícula. Pero, durante años, los científicos tuvieron dificultades para determinar qué forma elegir. Mapear la espícula era como intentar agarrar gelatina.
En 2008, un joven de 27 años llamado Jason McLellan que no era de Detroit solicitó unirse a un grupo del Centro de Investigación de Vacunas que trabajaba en ese problema. Cuando era niño su papá administraba un supermercado y su mamá era ama de casa. Fue a la Universidad Estatal Wayne con una beca completa y se convirtió en el primero de su familia en tener un título universitario.
Fue a la escuela de posgrado para estudiar cristalografía de rayos X, el arte difícil y minucioso de generar pequeños cristales de proteínas y luego hacerlos explotar con rayos X para descubrir su estructura tridimensional.
Pero, para cuando fue contratado por el centro, McLellan ya se había cansado de perseguir la forma de una molécula tras otra sin saber jamás para qué servía. Quería trabajar con moléculas que importaran para la salud humana, como las del VIH.
Sin embargo, a los seis meses de estar en el centro, McLellan quedó desconcertado por el VIH y quiso aplicar sus lecciones a otro patógeno.
Así que acudió a Peter Kwong, su jefe, con una propuesta poco convencional: trabajemos en un virus más manejable.
Era momento, dijo McLellan, de apuntar a “algo importante pero más manejable”.
Kwong no estaba muy dispuesto a quitarle los ojos de encima al VIH. El virus mataba a más de un millón de personas al año y Kwong creía que tenía la responsabilidad de mantenerse enfocado.
Sin embargo, Kwong sometió a votación la propuesta de su protegido de ir en pos de otro objetivo, como hacía con otros temas, como las contrataciones y las compras de equipamiento. El resultado fue casi unánime, recordó Kwong: “Intentemos otras cosas”.
McLellan no tuvo que buscar mucho. Había estado trabajando en una zona distinta adonde se encontraba el laboratorio de Kwong, y se sentaba cerca de Graham, que durante años no solo había estudiado el VIH sino también el virus respiratorio sincitial, o VRS, una enfermedad que puede matar a los niños pequeños. Se pusieron a hablar y McLellan empezó a estudiar la estructura de una proteína que ayuda al virus a fusionarse con las células.
A lo largo de los años siguientes, su éxito en la estabilización de esa proteína abrió la puerta a varias vacunas contra el VRS que ahora se están probando clínicamente.
Y aunque nunca lo anticiparon, su colaboración fortuita resultaría fundamental para comprender el nuevo y aterrador virus que surgiría más de una década después.
Un sueño imposible
En la década de 1950, la molécula que se encuentra en el núcleo de las vacunas de ARNm estaba envuelta en misterio. Los biólogos de mediados de siglo XX sabían que los planos para hacer proteínas (ADN) residían en el medio de las células, y que otras estructuras dentro de las células, llamadas ribosomas, eran las que en realidad producían las proteínas. Pero no sabían cómo los planos genéticos llegaban hasta las fábricas celulares.
El 15 de abril de 1960, en una frenética y eufórica reunión en la Universidad de Cambridge, un puñado de estrellas del naciente campo de la biología molecular —incluidos Francis Crick y Sydney Brenner, futuros ganadores del Premio Nobel— tuvieron una epifanía. El mensajero era una escurridiza molécula conocida como X (se pronuncia “ics” porque el nombre lo propusieron unos científicos franceses).
Los científicos descubrieron que X transportaba copias de segmentos del código de ADN a los ribosomas, máquinas celulares que podían leer el código y bombear sus proteínas correspondientes. Los científicos llamaron a la molécula ARN mensajero o ARNm.
Pero, no obstante su emoción inicial, los pesos pesados de la disciplina no lograron hacer mucho con el ARNm. La molécula era casi imposible de aislar de las células porque se desintegraba a medida que se extraía.
“Los biólogos moleculares estaban mucho más entusiasmados con el ADN y las proteínas”, dijo Doug Melton, biólogo de Harvard que en 1984 descubrió cómo hacer ARNm en un laboratorio. “El ARNm simplemente era muy molesto porque se desintegraba con gran facilidad”.
Durante décadas, pocos científicos prestaron atención a esas moléculas tan delicadas. Y tal vez jamás habrían llegado a las vacunas de covid de no ser por un encuentro casual entre dos académicos en una fotocopiadora en la Universidad de Pensilvania.
Drew Weissman, un médico y experto en virus tan taciturno que su familia decía en broma que tenía un límite de palabras al día, estaba desesperado por encontrar nuevas estrategias para una vacuna contra el VIH. Al principio de su carrera había pasado años en el laboratorio de Fauci en el INS probando un tratamiento para el sida que resultó ser tóxico.
Un día de 1998, estaba en la fotocopiadora del departamento de medicina de la Universidad de Pensilvania cuando se le acercó una mujer. Katalin Karikó, una científica húngara de 44 años, era tan exuberante como Weissman taciturno. Había llegado a Estados Unidos veinte años atrás, cuando su programa de investigación de la Universidad de Szeged se quedó sin fondos. Pero en los laboratorios de investigación estadounidense estaba marginada, sin cargo permanente ni fondos ni publicaciones. Buscaba establecerse en Penn y sabía que solo la dejarían quedarse si otro científico la acogía.
La obsesión de Karikó era el ARNm. Desafiando la ortodoxia de hacía décadas que aseguraba que era clínicamente inutilizable, ella creía que podría impulsar muchas innovaciones médicas. En teoría, los científicos podrían coaccionar a una célula para que produjera cualquier tipo de proteína, ya fuera la espícula de un virus o un medicamento como la insulina, siempre que conocieran su código genético.
“Le dije: ‘Soy científica de ARN. Puedo hacer lo que sea con ARN’”, recuerda Karikó sobre su conversación con Weissman. Él le preguntó si podría hacer una vacuna para el VIH.
“Ay sí, sí, puedo hacerla”, respondió Karikó.
Hasta ese momento, las vacunas comerciales llevaban virus modificados o trozos de ellos al cuerpo para entrenar al sistema inmunitario a atacar a los microbios invasores. En cambio, una vacuna de ARNm llevaría instrucciones —codificadas en ARNm— que permitirían a las células del cuerpo producir sus propias proteínas virales. Este enfoque, pensó Weissman, imitaría mejor una infección real y provocaría una respuesta inmunitaria más sólida que las vacunas tradicionales.
Era una idea marginal que pocos científicos creían que fuera a funcionar. Una molécula tan frágil como el ARNm parecía una candidata poco probable para una vacuna. Tampoco los encargados de asignar fondos de investigación quedaron muy impresionados. El laboratorio de Weissman tendría que funcionar con un fondo semilla que la universidad brinda a los nuevos profesores para poder iniciar sus actividades.
Por aquel entonces, era fácil sintetizar ARNm en el laboratorio para codificar cualquier proteína. Weissman y Karikó insertaron moléculas de ARNm en células humanas que crecían en placas de Petri y, como era de esperar, el ARNm ordenó a las células que fabricaran ciertas proteínas específicas. Pero cuando inyectaron el ARNm en ratones, los animales se enfermaron.
“El pelaje se les arrugó, se jorobaron, dejaron de comer, dejaron de correr”, dijo Weissman. “Nadie sabía por qué”.
Estudiaron el funcionamiento del ARNm durante siete años. Innumerables experimentos fallaron. Iban de un callejón a otro. El problema era que el sistema inmunitario ve al ARNm como una pieza de un patógeno invasor y lo ataca, lo que hace que los animales enfermen mientras destruyen el ARNm.
Al final, resolvieron el misterio. Los investigadores descubrieron que las células protegen su propio ARNm con una modificación química específica. Así que los científicos intentaron realizar el mismo cambio en el ARNm fabricado en el laboratorio antes de inyectarlo en las células. Y funcionó: el ARNm fue captado por las células sin provocar una respuesta inmunitaria.
Su artículo, publicado en 2005, fue rechazado abruptamente por las revistas científicas Nature y Science, dijo Weissman. Al final, el estudio fue aceptado por una publicación de nicho llamada Immunity. Así como no se le había prestado atención al ARNm, a nadie le importaba que lograran que las células aceptaran el ARNm. En el mejor de los casos, parecía ser algo de interés académico.
Recubrimientos grasos
A pesar de los detractores, Karikó y Weissman creían que su descubrimiento cambiaría al mundo. Ahora sabían cómo proteger el ARNm una vez que estaba dentro de una célula. Pero para que funcionara como vacuna o medicamento, las frágiles moléculas tendrían que estar protegidas en el torrente sanguíneo para evitar su degradación en el camino hacia las células.
Para ese momento, un equipo de bioquímicos de Vancouver, en Columbia Británica, llevaba años revolucionando la forma de transportar material genético a las células. Era una colaboración tan improbable como cualquiera de las que ayudaron a desarrollar las vacunas de ARNm.
El líder del equipo era un hombre larguirucho llamado Pieter Cullis, que había querido ser físico experimental, no bioquímico. Pero se convenció de que los mayores descubrimientos en el campo de la física ya se habían realizado décadas atrás y fue en pos de un prado científico más despoblado.
Lo encontró en el campo de las membranas biológicas: se llama lípidos a la capa exterior de las grasas que recubre los billones de células que hay en el cuerpo, separando el exterior acuoso del interior. Cullis se preguntaba si podría diseñar sus propias membranas lipídicas para recubrir fármacos o material genético y transportarlo a las células.
En la década de los noventa, los medicamentos basados en ARNm a duras penas estaban en el radar, pero la terapia génica estaba de moda como una técnica para tratar o curar enfermedades a través de la modificación de ciertos genes. Para que esos medicamentos pudieran transportar un nuevo gen hasta un paciente, requerían una suerte de empaque FedEx. Así que Inex, una empresa de la que Cullis era uno de los fundadores, se propuso encontrarlo.
El proyecto era abrumadoramente difícil. Trabajaba con glóbulos de grasa de un centésimo del tamaño de una célula. Las células humanas tenían un sistema complejo de defensas para evitar la entrada de nada que no fuera alimentos. Y algunas versiones de sus lípidos eran extremadamente tóxicas y tenían cargas eléctricas que podían destrozar las membranas celulares.
El gran avance se produjo cuando él y su equipo descubrieron cómo manipular la carga positiva de las capas de grasa, dijo Thomas Madden, que trabajó con Cullis en Inex. Las burbujas grasosas se cargarían cuando los científicos pusieran el ADN en su interior, pero la carga y la toxicidad desaparecerían una vez que se inyectaban en el torrente sanguíneo.
Sin embargo, seguía habiendo problemas técnicos, y los químicos de Vancouver decidieron que se podía ganar más dinero con otro tipo de fármacos. Cullis centró su atención en otra cosa y concedió la licencia de la tecnología de lípidos para algunas aplicaciones a una nueva empresa, Protiva, cuyo director científico era un bioquímico llamado Ian MacLachlan.
En 2004, el equipo de MacLachlan dio otro paso crucial: encapsuló el material genético dentro de las capas de grasa de modo que las empresas farmacéuticas pudieran aumentar la producción y cambió las proporciones de los lípidos para evitar que se escapara más del valioso cargamento. El equipo también trabajó para asegurarse de que las células no rompieran el material genético en cuanto llegara.
Al considerar que dichos avances eran cruciales para la medicina basada en ARNm, en dos ocasiones Karikó intentó convencer a MacLachlan de colaborar.
Pero había disputas comerciales que se interponían entre ellos. La primera vez lo arrinconó en un congreso y le rogó que le diera sus lípidos. Él dijo que no porque la universidad de ella insistía en quedarse con los derechos de la propiedad intelectual de Protiva, dijo MacLachlan. La segunda ocasión, más o menos cuando Karikó empezó a trabajar para BioNTech, MacLachlan voló a sus oficinas en Mainz, Alemania, para llegar a un acuerdo. Karikó también visitó Vancouver. Pero MacLachlan dijo que la oferta de la empresa no había sido seria. “Nuestros accionistas nos habrían crucificado”, dijo.
Protiva también estaba enzarzada en una disputa de propiedad intelectual con una nueva empresa cofundada por Cullis. Desesperanzado, MacLachlan renunció a la empresa y se compró un hogar rodante para viajar con su familia.
Al final, los equipos de Cullis fueron los que trabajaron con los fabricantes de vacunas para envolver una inyección de ARNm en lípidos, un desvío importante de los objetivos originales de los científicos. “No íbamos para nada en esa dirección”, dijo Cullis.
Espículas tambaleantes
El trabajo sobre el ARNm y los recubrimientos lipídicos fueron dos piezas del rompecabezas que se juntaron en 2020 en las vacunas contra la covid. Pero el tercer componente fue descubrir el código de ARNm preciso que dirigiría a las células para producir la versión más efectiva de la proteína de la espícula del coronavirus.
Y esa información crucial surgió de la larga colaboración entre McLellan y Graham, que habían estado trabajando juntos desde la época en que tenían asientos cercanos en el Centro de Investigación en Vacunas.
En 2013, mientras McLellan se preparaba para abrir su propio laboratorio en Dartmouth, él y Graham discutieron en qué debería enfocarse el nuevo laboratorio. Su mentor tuvo una respuesta sorprendente: los coronavirus. Era un tipo de virus que no causa nada más grave que un resfriado y atraía poco interés de los organismos financiadores. Dedicarles un laboratorio sería una apuesta.
Pero, poco tiempo después, el MERS comenzó a extenderse en el Oriente Medio. Solo once años atrás, había surgido en el sur de China otro coronavirus mortal, el síndrome respiratorio agudo severo (o SARS). Y para un joven investigador que intentaba dejar huella, la falta de atención hacia los coronavirus significaba que habría menos competencia directa para conseguir fondos y realizar hallazgos distintivos.
“Cuando estábamos hablando de eso, parecía que tal vez tendríamos unos diez años para que hubiera nuevos sucesos con repercusiones”, dijo McLellan.
Pero el MERS, como todos los coronavirus, tenía una característica curiosa que recordaba a las proteínas que cambian de forma en el VIH: espículas retorcidas en su superficie que se adhieren a las células humanas. Estas espículas habían frustrado todos los esfuerzos por fabricar una vacuna. La espícula del MERS era especialmente temible, tanto que los científicos se esforzaron por reproducirla y aislarla en el laboratorio. Era grande, estaba cubierta por una espesa mata de azúcares y era muy inestable.
“Básicamente era una pesadilla”, dijo McLellan.
Para complicar las cosas, Graham no había logrado conseguir muestras de ningún contagiado con MERS en el Medio Oriente.
Luego de años en los que los científicos occidentales llegaban a los países de menores ingresos como paracaidistas para realizar estudios que excluían a los investigadores locales, sobre todo durante la crisis del sida, los gobiernos se volvieron “muy protectores con sus muestras”, dijo Graham.
Cuando Hadi Yassine, un joven libanés-estadounidense que investigaba la gripe en el laboratorio de Graham, se recuperó de una enfermedad tras un viaje a La Meca, Graham pensó que podría haberse infectado con el MERS. Pero resultó ser un virus del resfriado conocido como HKU1.
Fue entonces cuando Graham tuvo una visión: los coronavirus más aburridos del mundo pueden contener lecciones clave sobre los más peligrosos.
Al igual que otros coronavirus, el HKU1 tenía la temida espícula, y, con algunas modificaciones, se mantenía más estable que el del virus MERS. En pocos años, el equipo —que ahora incluía a Andrew Ward, del Instituto de Investigación Scripps y experto en la congelación de proteínas para inmovilizarlas bajo el microscopio electrónico— había publicado intrincadas imágenes de la espícula del HKU1. Era la primera vez que los científicos visualizaban una proteína de espícula del coronavirus humano en la forma inicial que adopta antes de adherirse a las células.
“Puedes considerar que fue suerte”, dijo Yassine hace poco sobre el resfriado de hace tanto tiempo, “o puedes considerarlo como una bendición”.
Entonces el equipo se propuso utilizar lo que había aprendido sobre la espícula del virus del resfriado común para fijar las proteínas de su verdadero adversario, el MERS. La fabricación de una vacuna dependía de eso.
El problema era que las espículas que fabricaban en el laboratorio —añadiendo instrucciones genéticas a células de mamífero en un matraz— rara vez eran estables y cambiaban de forma, lo que las hacía mucho menos eficaces para su uso en una vacuna.
Los científicos necesitaban fijar la espícula en su sitio. Junto a McLellan, en su laboratorio de Dartmouth, trabajaba Nianshuang Wang, un becario posdoctoral de China que creía que tanto el SARS como el MERS presagiaban peores brotes de coronavirus por venir.
El trabajo de Wang, como el de tantos científicos jóvenes en los laboratorios de investigación estadounidenses, era pasar horas solitarias sentado en el laboratorio para ejecutar las ideas improbables de su jefe. A menudo, los mayores descubrimientos dependían de esos investigadores, muchos de ellos estudiantes ambiciosos que no eran de Estados Unidos y que trabajan para hacer despegar sus propias carreras, aunque eso signifique ser un miembro del reparto en la carrera de alguien más.
En este caso, Wang trabajaba en un virus que conocía bien. Como hijo de agricultores campesinos de una pequeña aldea en el oriente de China, de niño se había interesado en los conceptos científicos detrás de la vida animal y más tarde ayudó a un equipo chino a realizar descubrimientos clave sobre el MERS. Wang había leído sobre la investigación de McLellan y postuló para unirse a su laboratorio en Dartmouth. Pronto se le asignó la tarea de inmovilizar las desdichadas proteínas de espiga del virus del MERS.
Parte de lo que hacía que las proteínas de espícula del virus MERS fueran tan propensas a cambiar de forma era que tenían bolsas de espacio vacío. Así que McLellan y Wang primero intentaron llenarlas con un pegamento molecular: como un “relleno en una caries”, dijo McLellan. Luego, intentaron insertar dos moléculas que, cuando estaban lo suficientemente cerca, formaban un enlace, y pegaban una parte móvil de la espícula a una más estable. Pero ambos métodos fallaron.
Un tercer enfoque produjo excelentes resultados. Usando su mapa de HKU1 como una guía aproximada, se concentraron en una articulación particularmente suelta de la espícula y agregaron dos aminoácidos rígidos. Esos cambios hicieron que todo fuera más firme.
Sin embargo, para cuando refinaron su método, la epidemia de MERS había terminado y el interés en los coronavirus se había disipado. Su estudio fue rechazado por cinco prestigiosas revistas científicas y terminó sepultado en una publicación menos conocida y en una patente de 2017.
Ese fue el único artículo científico en el que Wang aparecía como primer autor después de tres años de trabajo; era mucho menos de lo que requería para obtener el puesto académico de prestigio que anhelaba conseguir en Estados Unidos.
Wang dice que la falta de reconocimiento le dolió: había sido una labor rigurosa y, a menudo aburrida, que le había robado tiempo con su esposa y pequeña hija y dejó a su familia sin mucho dinero.
Pero cualquier resentimiento desapareció cuando, a principios de 2020, meses antes de dejar el nuevo laboratorio de McLellan en la Universidad de Texas en Austin para irse a trabajar a una farmacéutica, Wang ayudó a desenterrar sus viejos hallazgos para hacer una vacuna del coronavirus
“En realidad, una cosita puede cambiar la disciplina e incluso cambiar el mundo”, dijo Wang. “Eso fue lo primero que pensé”.
La culminación de décadas de descubrimiento
A las 5:30 a. m. del 31 de diciembre de 2019, Graham estaba trabajando en la oficina de su casa cuando vio un comunicado de prensa de ProMed, una lista de correo electrónico grupal para expertos en enfermedades infecciosas de todo el mundo. Una nueva neumonía se estaba propagando en Wuhan, China. A las 5:54, envió un correo electrónico a su grupo de laboratorio que decía: “Deberíamos vigilar esto”.
Una semana después, escuchó que la nueva y aterradora enfermedad era causada por un coronavirus, el mismo tipo de patógeno que años antes había estudiado durante su entrenamiento cuando la mayoría de científicos lo ignoraban.
Llamó a su antiguo colaborador McLellan, cuyo laboratorio había estado dividiendo los esfuerzos entre los coronavirus y otros patógenos. Cuando su celular sonó, McLellan estaba en una tienda de esquís en Park City, Utah mientras esperaba que le amoldaran con calor sus botas para hacer snowboard. Cuando vio el identificador de llamadas, pensó que Graham lo llamaba para desearle una feliz Navidad atrasada.
Pero Graham le dio la fatídica noticia. “Tenemos que volver al ruedo”, le dijo. “Es nuestro momento”.
McLellan le envió un mensaje de texto a su laboratorio para hacerles saber a todos la noticia. Varios días después, cuando los investigadores chinos publicaron en internet la secuencia genética del virus, se pusieron a trabajar.
Utilizando lo que habían aprendido al trabajar con el virus del resfriado de Yassine y el MERS, el equipo se centró en las espículas y dio con las secuencias genéticas en cuestión de días, al incorporar la técnica crucial de cementación que McLellan y Wang habían perfeccionado.
Y el 15 de febrero, Graham y McLellan publicaron en una plataforma de manuscritos un artículo en el que detallaban la estructura de la espícula. Luego ese estudio sería publicado en la revista Science.
“Eso fue importante”, dijo McLellan. “Como publicamos dónde poner las mutaciones estabilizadoras, otras empresas pudieron utilizarlo”.
La técnica de estabilización del equipo fue crucial para las vacunas de ARNm fabricadas por BioNTech (que para ese entonces se había asociado con Pfizer) y Moderna, así como para ciertas vacunas sin ARNm.
Una vez que los científicos de Moderna y BioNTech dispusieron de las secuencias genéticas de la espícula, sintetizaron las moléculas de ARNm en sus laboratorios, aplicando el mismo ajuste químico que Weissman y Karikó habían aprendido 15 años atrás. Envolvieron su carga genética en capas protectoras de grasa como las que idearon los canadienses. Vertieron el líquido transparente resultante en pequeñas ampollas de cristal y las enviaron para realizar las primeras pruebas en humanos.
Para los ensayos clínicos cruciales de Moderna, el gobierno volvió a apoyarse en las inversiones que había hecho en el estudio del VIH. El 3 de marzo de 2020, cuando el coronavirus se propagaba, Fauci llamó a Larry Corey, virólogo del Centro de Investigación Oncológica Fred Hutchinson y director de la red nacional de sitios para ensayos clínicos de las vacunas para VIH, que ya tenía 21 años de existencia. “Es hora de cambiar”,dijo Fauci.
El programa probaría simultáneamente cuatro vacunas en unos 100 lugares: la inyección de ARNm de Moderna, así como las formulaciones sin ARNm de Johnson & Johnson, AstraZeneca y Novavax. (Pfizer decidió probar la vacuna BioNTech por su cuenta).
“Queríamos que todas tuvieran éxito”, dijo Corey.
El equipo reclutó a 30.000 voluntarios, una tarea de enormes proporciones. Había que inscribir a 2000 personas por día, mucho más, dijo Corey, de lo que se había intentado para un ensayo.
En noviembre, se obtuvieron los primeros resultados del ensayo de la vacuna de ARNm de Pfizer-BioNTech.
Era la culminación de décadas de descubrimientos fundamentales. Para llegar a este punto, cientos de investigadores lo habían intentado, habían fracasado, habían dado marcha atrás y habían realizado progresos graduales en diferentes campos, sin nunca tener la certeza de si alguno de sus esfuerzos daría resultado.
Graham sabía que si estas vacunas funcionaban, allanarían el camino para otras vacunas nuevas contra enfermedades tan variadas como el resfriado común, la influenza y el cáncer e incluso contra un virus más escurridizo, el VIH.
Graham estaba en su despacho el 8 de noviembre cuando recibió una llamada sobre los resultados del estudio: una eficacia del 95 por ciento; era mucho mejor de lo que nadie se había atrevido a esperar.
“¡Funciona!”, le dijo a su esposa. Dos de sus nietos, de 5 y 13 años, se acercaron al escritorio de su despacho y lo abrazaron por enfrente. Su esposa y su hijo lo abrazaron desde atrás. Y el virólogo empezó a sollozar.
Gina Kolata escribe sobre ciencia y medicina. Ha sido dos veces finalista del premio Pulitzer y es autora de seis libros, incluyendo Mercies in Disguise: A Story of Hope, a Family’s Genetic Destiny, and The Science That Saved Them.@ginakolata
Benjamin Mueller es corresponsal de The New York Times en Reino Unido. Antes fue reportero policial en la sección Metro desde 2014. @benjmueller
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