Infobae.- Era Sábado Santo y lloviznaba, pero Irene Garza (25) iba impecable. Llevaba puesta una amplia pollera midi, de fondo marrón con flores y hojas verdes y celestes, una blusa con tablitas y tenía su pequeña cartera negra de cuero y, en los pies, unos zapatos blancos de taco con capellada calada. Se dirigía a misa a la Iglesia del Sagrado Corazón en la población de McAllen, en el estado de Texas, Estados Unidos. En esa ciudad había nacido y pasado toda su vida.
Irene era muy creyente así que le parecía un día apropiado para confesarse luego de escuchar misa. Quizá cargara en su conciencia algún pecado menor, pero eso no lo sabremos nunca porque terminó desapareciendo luego de su confesión con un sacerdote que estaba de turno. Era el 16 de abril de 1960.
El orgullo de sus padres
Irene Garza había nacido el 15 de noviembre de 1934. Sus padres Nicolás y Josefina Garza eran dueños de una tintorería en la ciudad de McAllen y tenían otra hija llamada Josie.
Cuando Irene era una adolescente, como el negocio de sus padres había prosperado, la familia se mudó a un mejor barrio al norte de la ciudad. Fue la primera joven de origen latino en graduarse en el secundario de la zona y la primera de su familia en asistir a la universidad.
Por su belleza, en 1958 y con 23 años, fue elegida Miss Sur de Texas. Sin embargo, no era una joven frívola, sino todo lo contrario. Se desempeñaba como maestra de segundo grado en una escuela primaria de la ciudad para chicos necesitados y, muchas veces, utilizaba su propio salario para comprar cosas que los niños requerían y no podían pagar.
Extremadamente tímida, Irene era muy comprometida con su trabajo. Además, realizaba tareas como secretaria de la asociación de padres y era miembro del grupo católico La Legión de María. Iba a misa y comulgaba casi todos los días.
Con 25 años todavía vivía con sus padres, algo no muy frecuente en los Estados Unidos. Por todo esto, Irene era el orgullo de sus padres.
Cuando el sábado de Semana Santa les dijo que iría a la misa vespertina de la Iglesia del Sagrado Corazón y aprovecharía para confesarse, a ellos no les pareció nada raro.
Llegó a la iglesia donde fue vista por varios feligreses alrededor de las siete de la tarde. La belleza de Irene no pasaba desapercibida.
Cuando llegó la noche e Irene no volvió a su casa, sus padres pensaron que se había quedado en la iglesia para la Vigilia Pascual. Pero cuando a las tres de la mañana Nicolás y Josefina vieron que no había vuelto se preocuparon. Decidieron ir a la comisaría para reportar la desaparición de su hija. Esa misma mañana se inició una intensa búsqueda a lo largo del Valle del Río Grande.
El Domingo de Resurrección sería un domingo de muerte. Pero todavía nadie lo sabía.
Arañazos y el sospechoso más obvio
El último en ver con vida a la bellísima maestra del colegio estaba a la vista de todos: era el sacerdote John Bernard Feit, quien estaba destinado temporalmente en la iglesia y tenía 27 años. Pero él dijo no saber nada de ella.
Decenas de voluntarios se sumaron a la búsqueda oficial. Lo primero que se encontró, un par de días más tarde, fue su carterita negra tirada en un terreno. Poco después, al costado del camino, encontraron un zapato blanco de taco con capellada calada. Era de Irene. El miedo acorraló a su familia.
Cinco días después, todos los temores se confirmaron. El cuerpo de Irene fue hallado en el cauce de un canal de irrigación por un hombre llamado W. Arnold: “Primero pensé que era un saco flotando, luego me di cuenta de que era el cadáver de una joven”, dijo. Fue él quien llamó a la policía.
Era el cuerpo de Irene y llevaba la ropa puesta. Su madre no pudo siquiera llorar o gritar al enterarse. Quedó disuelta en pena.
Los detectives notaron enseguida que la blusa que llevaba Irene estaba desabrochada y que, debajo de su pollera, faltaba su ropa interior. Era un dato más que sugestivo.
Se llevó a cabo la autopsia y los resultados fueron contundentes: la víctima había sido golpeada con un objeto afilado, abusada sexualmente antes de morir y había fallecido por sofocación.
En la ciudad tranquila de MacAllen, una maestra nativa había sido asesinada cuando fue a la Iglesia. Era un escándalo.
Dos semanas después los investigadores dragaron el canal y hallaron en el lecho del río, cerca de donde habían encontrado el cuerpo, un aparato verde. Era un visor de diapositivas. La policía pensó que podría estar conectado con el caso… ¿de quién sería? Buscando la ayuda del público le brindaron la foto a la prensa para que la publicara. Dos días después recibieron una nota manuscrita del sacerdote John Feit donde admitía ser el dueño del aparato. Parecía una broma.
El sacerdote fue interrogado en varias oportunidades y dio diferentes versiones sobre aquella noche, siempre negando tener algo que ver con el crimen. La primera vez dijo que ni siquiera la había confesado. Luego, cambió de idea y aceptó que sí lo había hecho, pero que no había sido en el confesionario.
El padre O’Brien, quien trabajaba en esa iglesia, sostuvo que había observado en Feit varias heridas y arañazos luego de la noche en la que Irene desapareció. En las fotos policiales también se observaban esas líneas de sangre en sus manos. Cuando se lo hicieron notar, el joven cura aseguró que se los había hecho unos días atrás, cuando se había quedado fuera de la residencia y había tenido que entrar trepando el cerco y la pared para acceder hasta el segundo piso del edificio. Sin embargo, algunos se dieron cuenta que eso no explicaba los rayones… ¿Cómo se había lastimado la parte exterior de sus manos y antebrazos si cuando uno trepa debería lastimarse justamente el lado interno?
A pesar de las dudas, los detectives dijeron no poder vincular la violación seguida de muerte de la joven con el cura que la había confesado aquella noche.
La policía no podía (¿o no quería?) avanzar.
El clérigo admitió al final haberla confesado en la rectoría, más específicamente en la casa del párroco, pero se mantuvo firme en que no sabía nada más. En ese entonces una confesión cara a cara era altamente inusual. Ese era otro indicio que las autoridades deberían haber tenido en cuenta.
Para la comunidad que un sacerdote fuese el asesino podía ser altamente perturbador.
¿Había algún pacto de silencio?
El jefe de la policía local, Clint Mussey, le dijo a la prensa: “Simplemente no tenemos ninguna pista convincente en este momento”.
Tres semanas antes, otro ataque
Pese a eso, semanas después, las sospechas sobre él se intensificaron. Una estudiante de 20 años contactó a la policía y relató que un cura parecido a Feit la había atacado unos veinte días antes de la muerte de Irene.
María América Guerra, la nueva víctima, dijo que el sacerdote la había sorprendido por la espalda en una iglesia cercana y le había tapado la boca con un pañuelo. El agresor logró tirarla al piso, pero ella lo mordió tan fuerte en los dedos que sintió el gusto a sangre en su boca y ante la sorpresa de su atacante tuvo la oportunidad de huir.
La agresión había ocurrido solo a 16 kilómetros de McAllen. Demasiada coincidencia.
A María le pusieron delante de sus ojos una fila de fotos con diferentes hombres vestidos en remera y pantalón. No dudó en señalar la de John Feit.
La policía citó a Feit otra vez quién negó los nuevos cargos. Igualmente, procedieron a arrestarlo en el mes de agosto acusado del intento de violación de María América Guerra. En 1961 se llevó a cabo el juicio, pero todo llegó a un punto muerto. El fiscal consideró que las pruebas contra él eran demasiado débiles para una condena. Para evitar ser nuevamente juzgado, en 1962, el acusado se consideró culpable de una pena menor: “Asalto agravado”. Lo multaron con 500 dólares, pero jamás fue puesto tras los barrotes. En esos tiempos los sacerdotes solían ser intocables.
De hecho, el periodista y actual abogado Darrell Davis, dijo en el juicio que cuando él reporteaba el caso de María América Guerra, una vez el fiscal de distrito había reunido informalmente a varios periodistas para comunicarles que sabían que el padre Feit había matado a Irene y que la Iglesia también lo sabía, pero que habían hecho algunos “arreglos”.
Como resultado de estos “arreglos” la Iglesia trasladó a Feit a un monasterio en Missouri y, luego, a un convento en el estado de Nuevo México.
El siniestro personaje había sido sacado de escena. Listo, habían terminado con los problemas.
Finalmente, en 1970, Feit dejó los hábitos. Rehizo su vida en la ciudad de Phoenix, en Arizona, donde se casó, tuvo tres hijos y nietos. Trabajó siempre al amparo de la Iglesia, en distintas organizaciones de caridad.
Por su lado, la familia de Irene batallaba contra los molinos de viento. No querían rendirse, pero la Justicia le era esquiva. Nadie quería escarbar demasiado en los temas de la Iglesia y el poder.
Cuatro décadas después
El caso de Irene se enfrió sin remedio. Los padres de la víctima murieron sin saber la verdad de lo ocurrido.
La investigación estuvo estancada hasta el año 2002 cuando el jefe de policía de McAllen, Víctor Rodríguez, reabrió el caso y puso para dirigir la nueva investigación al agente Rudy Jaramillo.
Hubo entonces un dramático giro en la historia. El monje de Oklahoma, Dale Tacheny, se convirtió en el testigo estrella cuando le escribió a la policía diciéndole que sabía algo de un crimen. Les contó que alrededor de la Pascua de 1960, le habían encomendado en el monasterio aconsejar a un joven cura que quería convertirse en monje. Este cura le contó que había atacado a una mujer y la había matado. Tacheny no sabía el nombre de la víctima, ni la fecha exacta, ni la ciudad donde había ocurrido. Pero todo concordaba con la historia de Irene. Algunos policías recordaban el caso.
Tacheny relató lo que Feit le había contado. Habría sucedido más o menos así. Luego de la confesión de la joven en la rectoría, Feit la llevó por la fuerza al sótano. El lugar tenía paredes muy gruesas y era imposible que algo se escuchara desde afuera. La resistencia de Irene, los arañazos y sus gritos no sirvieron de nada. Feit la ató, la amordazó, manoseó sus senos, la asaltó sexualmente y la dejó allí. Se fue para seguir escuchando confesiones.
Luego de atender sus actividades religiosas, volvió y trasladó a Irene hasta la casa pastoral. Allí la llevó al baño y la hizo meterse en la bañadera. La dejó amordazada y se cree que le envolvió la cabeza en un plástico. Cuando se iba reconoció haberla escuchado decir: “No puedo respirar, no puedo respirar…”. Imperturbable, Feit cerró la puerta y se marchó. Cuando volvió, ya estaba muerta. Pasó entonces a deshacerse de su cuerpo tirándolo en un canal de irrigación.
Tacheny dijo muy arrepentido que no lo denunció en su momento porque pensó que no era su misión, que solo debía aconsejarlo. Una crisis de conciencia, años después, lo condujo hasta la policía: quería contar lo que sabía.
No fue el único que tenía algo que contar. Cuando le tomaron testimonio al padre Joseph O’Brien, quien había sido pastor de la iglesia del Sagrado Corazón, y el que había observado las heridas en Feit, contó que el acusado le había admitido ser culpable. Que le dijo que había escondido a Irene en la bañadera y que la joven había muerto sofocada. Todo concordaba con el otro testimonio.
Parecía que la respuesta al caso era un secreto a voces. A pesar de todo, el polémico fiscal Rene Guerra no consideró creíbles estas declaraciones y dijo que O’Brien sufría demencia. Lynda de la Viña, prima de Irene, confrontó al fiscal en la sala, pero no consiguió más que amenazas por parte de Guerra.
En 2004, por la presión del público, Guerra llevó el caso a un gran jurado, pero no citó a declarar en persona ni a Feit ni a los otros dos religiosos.
El gran jurado dejó libre a Feit. Los temas políticos parecían seguir pesando.
Recién en el año 2015, con un nuevo fiscal a cargo, Ricardo Rodríguez Junior, la investigación obtuvo impulso. Rodríguez, antes de ser nombrado, le había prometido a la familia de Irene que si llegaba al puesto abriría una nueva investigación. Rodríguez desplazó a Guerra como fiscal de distrito y cumplió sus promesas. El caso volvió a los titulares de los diarios.
En febrero de 2016, Feit con 83 años fue arrestado en su casa de Scottsdale, Arizona, por la muerte de Irene y extraditado al estado de Texas. Rodríguez explicó: “El arresto de John Feit es el primer paso para administrar justicia por el asesinato de la señorita Irene Garza”. La fianza se fijó en 750 mil dólares. El fiscal le dijo al Jurado que Feit era un lobo esperando atacar “Atacó una vez, otra y, finalmente, consiguió su presa”.
El juicio se inició en 2017. Ya habían pasado 57 años del crimen. Entre los testimonios recolectados está el de Beatrice García que dijo que semanas antes del asesinato había tenido un encuentro bizarro con el acusado. Ella iba caminando cuando un hombre detuvo su auto y le dijo que le gustaría sacarle fotos vestida de negro en el cementerio. Ese hombre era John Feit. El cura siempre buscaba el mismo tipo físico de mujeres, atractivas jóvenes de pelo oscuro como Beatriz, María América e Irene.
Ana María Hollingsworth relató que Irene le había dicho que una vez el padre Feit había insistido en confesarla en la rectoría de la casa parroquial y que por eso ella creía que ese día él la sacó del confesionario para llevarla a la rectoría con alguna excusa para poder llevar a cabo sus oscuras intenciones. Feit, obviamente, tenía un plan. Además, ¿por qué Irene sospecharía de un sacerdote? ¿Qué miedo podía tener en una iglesia con un religioso?
Quince años después de haber hablado por primera vez con la policía, el monje Tacheny, con 88 años, fue el testigo clave del juicio contra Feit. En el estrado Tacheny lloró y dijo que se arrepentía de haber esperado tanto para hablar.
El 7 de diciembre de 2017, con 85 años, Feit fue declarado culpable por su asesinato y condenado a cadena perpetua. Una ironía a esa altura de la vida.
Feit salió de la sala ayudado por un andador. Ninguna persona de su familia estuvo ahí para acompañarlo.
Feit estuvo preso poco más de dos años. Murió en febrero de 2020, a los 87, antes de que se declarara la pandemia mundial por coronavirus. Estaba apelando la sentencia, pero un infarto terminó con su existencia.
Quedó claro que Feit tuvo en su vida mucha más ayuda de las autoridades eclesiásticas para evitar la cárcel que la que recibió jamás la familia de Irene Garza. Las formas estuvieron, durante mucho tiempo, por encima del fondo. Una de las pruebas de que la Iglesia y las autoridades estaban preocupadas por el caso es una carta de 1960 entre dos personajes religiosos. En ella discuten que el caso no solo podría afectar a la Iglesia católica sino también a la campaña del candidato presidencial católico John Fitzgerald Kennedy y que la oposición podía sacar ventaja de esto. Lo mejor era tapar todo. Y después una cosa llevó a la otra.
Noemí Sigler, una familiar de Irene e hija de uno de los primeros oficiales dedicados al caso que fue apartado por sus superiores para que no continuara investigando, le dijo al medio 48 horas al enterarse de la muerte del cura asesino: “Ahora Feit enfrentará al último juez. Dejó esta vida sin demostrar jamás arrepentimiento alguno por haber asesinado a Irene”.
¿Purgatorio o infierno? Sería interesante saber la palabra del Juez Supremo a su ex representante en la Tierra, el anciano Feit, en ese encuentro que se demoró tanto.
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