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Sáb. Nov 23rd, 2024
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RT.- Ni siquiera es fácil el viaje. Para llegar a la zona donde viven los waraos del Delta del Orinoco se necesitan muchas horas, contactos, disposición, protección y alguien que te facilite un bien escaso: gasolina. Sin eso, imposible intentarlo.

Esa es apenas una de las dificultades. En 2007, la Cruz Roja venezolana detectó los primeros casos de VIH en esa comunidad originaria de difícil acceso y actualmente la prevalencia se estima entre el 7,22 % y el 9,55 %, según varios estudios disponibles.

“Es muy alto ese porcentaje si se toma en cuenta que en el resto del país la prevalencia es de 0,6 %. Si la situación sigue así, el pueblo puede desaparecer”, comenta el infectólogo Mario Comegna, quien forma parte del Proyecto Once Trece, una iniciativa no gubernamental que ofrece ayuda sanitaria a las poblaciones más vulnerables de Venezuela.

“Dueños de la canoa”

La palabra warao significa “gente de agua”, “dueños de la canoa”. El vocablo tiene sentido para nombrar a una etnia que se caracteriza por el estrecho vínculo de sus miembros con las curiaras, las míticas embarcaciones elaboradas con el tronco de la palma de moriche que han cruzado los caños del delta del Orinoco por al menos 3.000 años.

Los waraos son el grupo humano más antiguo del país y la segunda comunidad indígena con mayor población, después de los Wayúu. Son nómadas, pescadores, siembran y viven en palafitos, unas construcciones que se erigen en las márgenes del río. De acuerdo con datos de 2011, en Delta Amacuro se concentran unos 40.000 waraos, que conforman una población total de 48.771 integrantes, distribuida también entre los estados Monagas, Bolívar y Sucre.
Comunidad Warao, Delta del OrinocoWikipedia / Luis Ovalles

El mito fundacional de los waraos cuenta que una flecha lanzada por el indígena Etoare le permitió a la mitad de ellos escapar del cielo, donde sufrían calamidades, para vivir en la tierra donde abundaban el pescado, la palma de moriche, la yuca, los acures, los váquiros, las plantas y el Orinoco. Los que no bajaron se quedaron en el Kuimare (el mar de arriba), lamentando su suerte y convertidos en ‘jebus’: el vómito, la diarrea, las fiebres y las enfermedades peligrosas. De esa enemistad primigenia se funda su creencia en el mal.

Aunque se establecen en agrupaciones de 40 o 50 personas, hay asentamientos más grandes de unos 500 integrantes que, en su mayoría, viven en el municipio Antonio Díaz de Delta Amacuro, donde se concentra más de 70 % de esa comunidad. En ese ayuntamiento se encuentran las poblaciones de Jobure de Guayo, San Francisco de Guayo y Nabasanuka, donde las cifras de VIH preocupan a sus habitantes desde que se detectaran los primeros casos, hace 14 años. Un ‘jebu’ desconocido hasta entonces.

“En una oportunidad, en una comunidad de Jobure del Guayo identificamos a 20 jóvenes, entre 18 y 30 años, con VIH, sobre todo por contacto sexual entre hombres. Eso tiene su historia”, rememora el holandés Jacobus de Waard, profesor del Instituto de Biomedicina de la Universidad Central de Venezuela (UCV) y quien ha dedicado varios años a investigar sobre los factores de riesgo para la transmisión de enfermedades infecciosas en esa comunidad indígena.

Los waraos son el grupo humano más antiguo del país y la segunda comunidad indígena con mayor población, después de los Wayúu.

Waard actualmente está en Ecuador, pero mantiene contacto con un equipo del Hospital Vargas que se encarga de diagnosticar tuberculosis y VIH. Sin embargo, ese grupo de profesionales tiene más de tres años que no visita Delta Amacuro por las dificultades logísticas y de seguridad que implica cada visita.

“Los waraos con VIH se mueren muy rápido porque no hay atención sanitaria. Yo creo que ya hace años dejaron de entrar médicos porque no hay gasolina, escasean los voluntarios y se ha vuelto peligrosísimo”, lamenta el especialista. El contrabando de mercancías, el difícil acceso a los caños y las complicaciones que hay para recargar combustible son apenas algunas de las barreras para emprender un viaje de muchas horas y escasos servicios.

La vía más utilizada, cuenta Comegna, comienza en Puerto Ordaz, en el sureste de Venezuela, a 512 kilómetros de Caracas. Por tierra, el viaje continúa por carretera unas dos horas y media hasta Tucupita, capital del estado Delta Amacuro, donde hay un punto de salida en el muelle Volcán.

“Desde ahí son seis horas en peñero hasta San Francisco del Guayo –detalla Comegna– en una lancha rápida. Tienes que ir protegido porque siempre existe el temor de toparse con los piratas de los caños. También se puede entrar por Pedernales, el problema es que queda lejos y, si te quedas varado, ahí no hay luz, no es fácil conseguir gasolina y las comunicaciones son muy complicadas”.

Si es difícil para quienes tienen autos y lanchas a motor, los waraos, en sus curiaras a remo, gastan entre dos y tres horas para llegar hasta San Francisco del Guayo, donde pueden encontrar el puesto de salud más cercano.

Nómadas y migrantes

Aunque es difícil determinar cómo fue que llegó el VIH a la población warao, los especialistas coinciden en que la entrada de los “criollos” (no indígenas) y las obligadas migraciones internas que han emprendido los miembros de esa comunidad originaria, especialmente al estado Bolívar, ofrecen indicios de dónde pudo estar el foco inicial.

Pero esas migraciones no son fortuitas ni recientes. Al menos desde 1960, cuando la Corporación Venezolana de Guayana (CVG) decidió represar el caño Manamo para facilitar la navegación de barcos de gran calado en el Orinoco, los waraos tuvieron muchas razones para irse de sus territorios.

El impacto medioambiental de ese proyecto, que fracasó en muy pocos años, fue severo: la salinización de los caños inutilizó los terrenos cultivables, provocó cambios en la flora y la fauna nativa, y se produjeron enormes inundaciones que obligaron a la CVG a crear sistemas de drenaje superficial y a los indígenas a salir de sus territorio ancestral hacia núcleos urbanos, en busca de oportunidades de subsistencia. Muchos, que no pudieron salir, murieron.

En la década de los 90 se produjo otra ola de migraciones a contextos urbanos, tras la llegada del cólera, que se estima que mató a unos 500 miembros de la etnia. Esos movimientos internos a lo largo de la historia reciente han provocado el crecimiento de asentamientos al margen de las ciudades, como el que está en Cambalache, en San Félix, estado Bolívar.

“Cuando se hizo el estudio genotípico del virus, parece que todo viene desde Cambalache y se ha expandido a estas comunidades”, comenta Comegna. Y de Waard añade: “Siempre tuvimos miedo de que el VIH llegara al Delta, no solo por las costumbres sexuales de la comunidad, sino porque hay muchos casos de tuberculosis. Esa combinación es mortal”.

¿Una comunidad en riesgo de desaparecer?

En la cultura warao, la homosexualidad y bisexualidad están socialmente aceptadas, así como la integración a las familias de la ‘tidawina’ –vocablo que quiere decir “mujer con pene”– como segundas esposas.

Por ese motivo, cuando se tuvo conocimiento de los primeros casos de VIH en el Delta del Orinoco, los equipos sanitarios alertaron sobre el intenso trabajo de educación que debía iniciarse en esa zona para que los waraos mantuvieran prácticas sexuales seguras. Pero no fue fácil.

En la década de los 90 se produjo otra ola de migraciones a contextos urbanos, tras la llegada del cólera, que se estima que mató a unos 500 miembros de la etnia.

“El desconocimiento es un factor que juega en contra. Nosotros teníamos un programa de entrega de condones y los jóvenes iban a buscarlos gratis, pero muchos mayores no lo entendieron bien y se oponían, no lo consideraban aceptable”, comenta Waard.

Con el tiempo y la constancia de ese grupo de médicos, la entrega de condones se vio con mayor normalidad, hasta que los insumos dejaron de llegar con regularidad. “En Guayo muchos jóvenes estaban conscientes, pero ¿qué pueden hacer cuando ya no tienen nada con qué protegerse? El deseo sexual es fuerte, es una realidad que no se puede ignorar”, apunta Waard.

Sin embargo, Comegna destaca que la labor educativa que se hizo en las comunidades funcionó en varios asentamientos, como Murako: “Allí nos quedamos sorprendidos del nivel de formación y conciencia que tienen de su salud sexual. Además, están dispuestos a aceptar las formas de prevención, pero seguimos teniendo problemas para que la atención médica sea constante”.

En ese punto, insiste: “La idea no es que eso se convierta en un lugar turístico, sino que esa población tenga derecho a una vida digna. El abordaje debe ser interdisciplinario para que lo que se haga allí respete su cultura, pero es urgente. La última vez que fuimos encontramos comunidades hasta con 20 % de prevalencia de VIH, la mayoría son jóvenes y eso te deja el corazón arrugado”.

Según el profesor holandés, hay pueblos en los que solo quedan mujeres porque los hombres murieron: “Eso pasó en una comunidad cerca de Guayo. Los waraos pensaron que había una brujería y ellas se quedaron solas con sus hijos. Por eso creo que es posible que una población entera puede desaparecer”.

Comegna, por su parte, asegura que ya hay asentamientos que desaparecieron por completo. No se sabe si fueron el VIH, la tuberculosis o las migraciones, pero no hay manera de determinarlo con certeza porque la última misión que entró al Delta fue hace dos años, antes de la pandemia de covid-19.

Según reportes de la prensa internacional, en los últimos años al menos 4.000 waraos se asentaron en Brasil, otros tantos en Guyana y el resto va y viene entre los caños del Delta y las Barrancas del Orinoco, Cambalache, Los Barrancos de Fajardo o Tucupita. Algunos se aventuran hasta las ciudades venezolanas de Valencia o Caracas.

“Nosotros en la fundación –dice Comegna– también trabajamos en cárceles y una vez encontramos en La Guaira a un chamo warao. Cuando le dijimos las tres o cuatro palabras que sabíamos en su lengua, él se puso a llorar, a decir que extrañaba su tierra, su río. El problema de esa comunidad es estructural, pero la gente que emigra no mejora, sino que van para peor. La idea es que ellos puedan vivir en sus territorios y que irse sea una decisión, no la única alternativa”.

¿Qué puede hacerse?

Los especialistas coinciden en que la situación requiere un abordaje integral por parte del Estado, ya que la actuación puntual de los organismos internacionales o las ONG no ofrece soluciones reales a un problema complejo que tiene demasiados años postergándose.

Uno de los proyectos más recientes es la puesta en funcionamiento de un hospital fluvial de Unicef, que prevé ofrecer servicios a la niñez vulnerable que vive en los caños del Orinoco. Según la organización, la barcaza cuenta con “sala de partos, sala de diagnóstico inicial, consultorio de ginecología, área de inmunización, área de toma de muestras rápidas de laboratorio, farmacia, sala de observación y recuperación médica, lavandería, y una planta de tratamiento de agua con una manguera que irá desde el barco hasta la comunidad para que los habitantes puedan acceder a agua potable”.

Para Comegna, sin embargo, el esfuerzo es insuficiente. “Eso puede funcionar tal vez unos seis meses, pero hay que buscar alternativas más eficientes porque las soluciones espasmódicas no han dado resultados que se mantengan en el tiempo”. Él mismo admite que la última vez que estuvo una misión junto a otras organizaciones internacionales, se quedaron dos médicos en la zona para atender a la población y regresaron en menos de dos semanas.

“No aguantan mucho allí porque no hay nada. El tema del manejo del agua y las diarreas es grave, hay una planta de electricidad, pero no hay gasolina para que funcione.  Afortunadamente los waraos no están malnutridos, gracias a que ellos tienen sus conucos, pero todavía se puede hacer más”, recalca el infectólogo venezolano.

Organizaciones internacionales han lanzado varias advertencias sobre la crítica situación. La más reciente fue del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), que alertó sobre la precariedad en la que viven unos 2.500 waraos que emigran a Guayana: comen una vez al día, no tienen luz ni agua potable, mendigan y no les llegan las “ayudas” de los cooperantes internacionales porque supuestamente se instalan en zonas de difícil acceso.

En la cosmogonía warao, la flecha de Etoare fue la salvación de la mitad de la población que bajó a la tierra y la condena para la que quedó en el cielo. “Si hubieran logrado bajar todos, no existiría ningún jebu”, se lamenta el narrador de ese mito fundacional. Sin embargo, las enfermedades que hoy amenazan con diezmar a la etnia no son espíritus celestiales, sino males que han logrado traspasar las fronteras del río, en ese territorio ancestral que los criollos llevan siglos devorando.


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