La crisis causada por el COVID-19 ha mostrado lo indispensables que son las economías y comunidades campesinas para Colombia, pero también ha visibilizado su vulnerabilidad. Organizaciones rurales exigen que el Estado y la sociedad reconozcan esa realidad
Los campesinos y las campesinas de Colombia no dejan de trabajar la tierra en tiempos de crisis. Sus labores no tienen paréntesis porque de ellas depende en buena medida la seguridad alimentaria del país y, por tanto, la calidad de vida y el bienestar de millones de personas. De acuerdo con el Ministerio de Agricultura, la agricultura campesina, familiar y comunitaria produce más del 70% de los alimentos del país, es la actividad que más empleos rurales genera y cumple un papel invaluable para la conservación de la agrobiodiversidad.
El empeño de los y las campesinas no es nuevo. Las comunidades rurales han insistido en sus cultivos, en sus labranzas, en sus cosechas, en la pesca comunitaria y en las economías comunitarias aún cuando la guerra, el olvido estatal, la inequidad y los modelos de desarrollo excluyentes las asfixian.
“Trabajar y vivir en el campo como campesino en Colombia no es fácil. A veces duele, a veces asusta, a veces angustia y a veces agota. Muchos en las ciudades piensan en las zonas rurales como un paraíso terrenal. Pero el campo en este país es mucho más que un balneario y poco se parece a lo que muestran las películas de animales exóticos y de selvas mágicas”, dice Carlos Rodríguez, un líder campesino de La Macarena, Meta.
La crisis ocasionada por el COVID-19 ha evidenciado lo indispensables que son las economías y las comunidades campesinas para el país, pero también ha hecho visible su situación de fragilidad y precariedad social, realidad que se deriva de una larga historia de abandonos y violencias, así como del despliegue de políticas públicas y proyectos económicos que contradicen e incluso niegan el bienestar y los derechos del campesinado.
Desde que la Comisión de la Verdad puso en marcha su mandato de escucha profunda para esclarecer la verdad del conflicto, cientos de comunidades y organizaciones campesinas le han expresado que su anhelo es que el Estado y la sociedad reconozcan las tragedias humanitarias y los irreparables dolores que la guerra ha ocasionado en sus vidas, pero también han sido contundentes en la exigencia de que se reconozca y se resuelva la historia de abandono y precarización que ha permitido la degradación de la guerra y que se evidencia en las paupérrimas condiciones en las que hoy viven.
“A los campesinos nos han negado todo lo que a otros les sobra- dice Carlos-. Nos han negado lo fundamental -que es el derecho a la vida- y lo elemental: vías, hospitales, escuelas, energía eléctrica, agua potable, vivienda, créditos, asistencia técnica, infraestructuras, títulos de propiedad de las tierras y mercados para comerciar los productos”.
A pesar de todo, las comunidades campesinas resisten y se organizan para vivir y trabajar el campo en paz y en dignidad. Desde las Juntas de Acción Comunal, las asociaciones, los cabildos, las cooperativas, las mingas, los sindicatos, los consejos comunitarios y las Zonas de Reserva Campesina, los y las campesinas persisten en la defensa de los derechos que les son sistemáticamente negados y en la reivindicación de las economías campesinas, familiares y comunitarias.
Hoy el campesinado lanza una nueva voz de alerta y nos hace caer en cuenta de que la precariedad socioeconómica del campo no es un asunto exclusivo de quienes lo habitan, sino de toda la sociedad. “Si el campo es vulnerable todos somos vulnerables”, dicen decenas de organizaciones campesinas del país en “La Convocatoria por la Alimentación”, un documento publicado recientemente en el que llaman la atención del Gobierno y de la ciudadanía frente a la situación del campesinado en tiempos de pandemia y en el que hacen un llamado al cumplimiento efectivo de la Reforma Rural Integral y del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS) contemplados en el Acuerdo Final de Paz.
“Nada de lo que pasa en el campo se soluciona si nadie escucha a los campesinos, si nadie reconoce con seriedad lo que vivimos. El primer paso para resolver los problemas más graves de la tierra y de las zonas rurales es escuchar y reconocer la verdad de quienes vivimos allí”, dice Edgar Zuluaga, líder de la Zona de Reserva Campesina de El Pato-Balsillas, Caquetá.
Quizá cuando eso pase -señala Edgar- “el campo colombiano deje de ser como la mayoría de los campesinos lo conocemos: campo de batalla, campo minado, campo fumigado, campo santo, campo bombardeado, campo “teatro de operaciones”, campo-corredor-estratégico, campo acaparado, campo concentrado en pocas manos, campo despojado, campo fosa común, campo monocultivado, campo ilícitamente cultivado, campo concesionado, campo saqueado, campo explorado, campo talado, campo confinado (y no precisamente por pandemias), campo descampesinado, campo olvidado”.
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