Víctor Corcoba Herrero
Nos espera un trabajo duro ante la necesidad de una renovación permanente. Tenemos anhelo de quietud.
Hay que pasar página de todas las inútiles batallas, activar otros sentimientos más conciliadores, enhebrar misiones más armónicas y hacerlo en familia. Estamos aquí para reencontrarnos y dar vida, contribuyendo de este modo a la perpetuidad del linaje y a proveer un futuro más sosegado.
Nos encontramos ante un mundo muy cambiante, que requiere de espacios más respetuosos, donde no impere la ley del poderoso, sino la del amor de verdad, ese que se proyecta mayormente hacia los que se hallan en dificultades.
La prolongada pandemia por el Covid-19 nos ha demostrado lo fundamental que es recluirse a veces y hacer silencio, algo esencial para impulsar la plática. Porque son muchos los vínculos que nos unen, de ahí lo esencial que es conversar para avivar las relaciones de afecto y de solidaridad entre análogos. Una civilización acorde requiere de sus pulsos, pero también de sus pausas, para compartir entusiasmos y sueños.
Tras esta severa labor de entenderse, máxime en un momento de tantas dificultades donde nadie considera a nadie, se demandan mediadores dispuestos a escuchar y a dar apoyo.
Sin soporte solidario no es fácil resistir. Por eso, tan importante como reconfigurar totalmente nuestro mundo ante los cambios climáticos, demográficos y tecnológicos; es reorganizarse como tronco común ante la verdadera plaga de dividir y vengarse los unos de los otros.
Estas fuerzas disgregadoras que debilitan y destruyen nuestro vínculo existencial precisan de tonos y timbres pacificadores.
Hoy, demasiadas personas, están privadas del calor de un hogar. Esto es gravísimo. Nadie les espera en ningún sitio. Por tanto, debemos enmendar esos abandonos a la persona y construir un mundo más justo y fraterno. Desde luego, somos una prole que ha olvidado mirar a la luna y verse en las estrellas, pero igualmente ha dejado de encender la lumbre en el nido y entonar el verso entre mil besos.
Da la sensación de que transitamos con un cuerpo, ausente de alma. Convendría recordar que es la alianza con la sabiduría natural, lo que nos hace comprender el sentido último de los vínculos y sus valores, que es lo que verdaderamente nos da serenidad, encuentro y diálogo, disponibilidad y entrega.
Ahora que tanto hablamos de la conciliación de la vida laboral y familiar, o de las buenas prácticas de la igualdad de género, es menester que esta cercanía constituya un estímulo y una pujanza constante, sobre todo para que renazca un nuevo horizonte en el ámbito social humano.
Ojalá seamos una generación capaz de conciliar lo irreconciliable. Esto nos hará crecer por dentro. Sabremos alegrarnos con el que se alegra y sufrir con el que sufre.
No podemos continuar deshumanizándonos, ni convivir con una cultura egoísta que todo lo desnaturaliza a través de un mercado de intereses. Deberíamos, sin duda, poner más énfasis en la tarea auténtica, original e insustituible de sentirnos morada. Mejoraríamos la convivencia y sentaríamos cátedra humanística de ternura que, unida a la bondad, es lo que mejor nos hermana.
Para empezar a sustentar la unidad debemos pensar en otras exploraciones mucho más originales y verdaderas.
Nuestra mirada debería ser clemente y comprensiva siempre. Seguro que mejoraríamos la cordialidad; y, por ende, corregiríamos la atención a las necesidades del prójimo, principalmente ahora que las perspectivas de crecimiento mejoran para las grandes economías, pero no así para otras muchas en desarrollo.
Con este panorama tan ilícito hace falta cambiar de actitud. Claro que se puede convenir lo inverso. Sólo hay que querer hacerlo. Lo sustancial radica en propiciar pequeños gestos concretos de mano tendida y cooperante, en reconocer humildemente nuestra frialdad con el otro. Sólo hay que poner en práctica, la antorcha de nuestro mayor tesoro, el abecedario de los latidos.
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