Esta semana el DANE revelará cuánto aumentó la pobreza en 2020, uno de los datos más importantes en medio de la crisis desatada por la expansión del COVID-19. La cifra servirá para ajustar debates alrededor del gasto social en el país, más aún en tiempos de cara al debate de la reforma tributaria en el Congreso.
Miller Bejarano, tecnólogo en electricidad industrial, lleva seis meses desempleado. La empresa para la cual trabajaba no pudo mantener la nómina en la pandemia y le terminaron el contrato. Desde entonces, él, su hija y su hermano menor, quien también quedó desocupado, viven del ingreso de sus padres.
Con menos dinero y las mismas necesidades, el hogar de Bejarano mira a los ojos un fenómeno que en los informes y análisis pasa como “erosión del estilo de vida”, pero que desde la realidad del día a día es más complejo y doloroso. Técnicamente, esta familia puede descender en las clasificaciones de la macroeconomía de clase media hacia población vulnerable.
Como Bejarano, millones de personas están en la misma situación. La peor crisis económica de los últimos cien años es una frase tejida con las historias y desavenencias de la gente: las cosas que no fueron, que no serán, las personas que murieron… Para miles de familias el choque económico solo tendrá un desenlace: pobreza.
El próximo 29 de abril el país sabrá a ciencia cierta cuántas personas que ya habían superado la condición de pobreza o pobreza extrema, desde el punto de vista del ingreso, volvieron a caer en ella, cuando el DANE revele las estadísticas de 2020 sobre este tema. Sobra decirlo, pero 2020 se anuncia como un período aterrador por donde se le mire: una contracción económica del 6,8 % y una tasa de desempleo que superó el 15 % son factores de una ecuación cuyo resultado inexorable es la escasez.
¿Qué tan grave es el avance de la pobreza y la pobreza extrema en el país? Centros de pensamiento y organizaciones han hecho el cálculo por su cuenta y los hallazgos son más que preocupantes. Una proyección de Fedesarrollo revela que la pobreza y la pobreza extrema deben haber aumentado 6,6 y 5,4 puntos porcentuales, respectivamente, lo que se traduce en 3,1 millones de personas adicionales en estos renglones.
Para el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), por su parte, la pobreza pasó del 35,7 % al 37,1 %. La organización calcula que los ingresos laborales pudieron caer hasta 18,3 %, aunque en todos los casos la situación fue más severa en la capital del país. Incluso el director del DANE dijo, en mayo de 2020, que el choque de ingresos podría sumarle entre 7 y 15 puntos al porcentaje de la población clasificada como pobre.
En Latinoamérica, la CEPAL estima que en 2020 —la mayor recesión de los últimos 120 años— las tasas de pobreza y pobreza extrema se dispararon hasta el 33,7 % (209 millones de personas) y el 12,5 % (78 millones), niveles que no se veían en los últimos doce y veinte años, respectivamente.
La pobreza ha sido un problema histórico en Colombia, especialmente después de la crisis de 1999, pero, por lo menos en los últimos veinte años, los gobiernos se comprometieron con la causa y lograron importantes avances en su reducción al pasar del 50 % al 27 %, gracias al crecimiento económico y al mayor gasto social, e incluso se consolidó una clase media que antes ni existía. Bastó una pandemia para echar atrás este logro.
¿Los nuevos pobres?
Según la proyección de Fedesarrollo, por lo menos el 15 % de las familias clasificadas como vulnerables ahora estarían en condición de pobreza, cuando el tránsito normal es que asciendan a clase media.
Todos los estudios y análisis coinciden en que las familias con mayores dificultades para satisfacer sus necesidades básicas salieron peor libradas de la pandemia y corren el riesgo de que con el tiempo su condición empeore.
Todos estos datos hay que leerlos, además, bajo el prisma de un país como Colombia: desigual, centralizado y con problemas endémicos de violencia en el campo y las ciudades.
El PNUD advirtió en un documento ue la reactivación económica, como la crisis, no va a ser igual para todos, las personas de mayor vulnerabilidad van a tener más dificultades para subirse al tren: “Para estos hogares una crisis es un gran shock”, dijo Alejandro Pacheco, representante residente adjunto del organismo para Colombia.
De hecho, una encuesta del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) reveló que mientras el 80 % de las familias de menores ingresos sufrieron la pérdida de empleos, esta situación solo la vivieron el 15 % o 20 % de las familias de mayores ingresos, en gran parte porque tenían la posibilidad de teletrabajar, una opción presente, en su mayoría, para empleos formales y, en alguna medida, más calificados.
En 2018, de acuerdo con el DANE, en la población vulnerable se ubicaban 19,2 millones de personas (39,8 % de los colombianos). Estos hogares se caracterizan por tener ingresos superiores a un salario mínimo y hasta de $1,8 millones, familias numerosas, bajos niveles de educación y una alta dependencia del mercado laboral informal.
Por esto, el Gobierno se concentró en girar ayudas económicas a los hogares que ya eran pobres y a los vulnerables, especialmente con el Programa Ingreso Solidario.
El PNUD asegura que la población del primer quintil de ingresos (el grupo de menores ingresos tras dividir la población en cinco partes) tuvo una compensación total de la caída en su presupuesto, incluso hubo un incremento; el segundo quintil, por su parte, no tuvo cobertura total, pero alcanzó una compensación importante.
Todos los ejercicios que calcularon el impacto de ese programa, que permitió aumentar la cobertura del 38 % al 89 % de los hogares en pobreza y vulnerabilidad, celebran su existencia. Fedesarrollo mostró cómo las ayudas que otorgó el Gobierno en 2020 redujeron la pobreza 0,9 puntos porcentuales y la pobreza extrema 1,1 puntos porcentuales, lo que corresponde al 15 % o 16 % del efecto de la crisis.
El PNUD calculó que la pobreza pudo ser del 41,8 %, pero con las transferencias se redujo 4,7 puntos porcentuales (2,3 millones de personas menos) porque estas compensaron la reducción en ingresos. Para decirlo rápidamente: todo pudo ser peor.
El Ministerio de Hacienda calcula que estos subsidios redujeron el índice de pobreza extrema en seis puntos y el de pobreza en tres puntos, un esfuerzo siete veces mayor al de la última década. “Hay 1,7 millones de hogares que estarían desafiliados en salud si no es porque el Gobierno les está pagando”, subrayó Roberto Angulo, miembro del Comité de Expertos para la Medición de Pobreza.
Este resultado ha sido destacado en varias ocasiones y escenarios internacionales. El Banco Interamericano de Desarrollo (BID), por ejemplo, dijo durante su asamblea que Colombia lo hizo mejor respecto a otros países de la región, por lo que la economía se recuperará más rápido.
Sin embargo, en el pasado, varios estudios han mostrado grandes deficiencias de cobertura en los programas sociales; de hecho, según Fedesarrollo, el 52 % de los hogares pobres no reciben ninguna transferencia o programa del Estado, sin mencionar que el 36,2 % de las ayudas monetarias del Gobierno llegan a hogares que no son pobres, lo que se conoce como el índice de error de inclusión. O sea, hay espacio y necesidad de mejorar.
De clase media a pobre
Los hogares vulnerables no son los únicos parados en arenas movedizas. El impacto del COVID-19 fue tan duro que también se llevó por delante a la clase media, muchos de los nuevos pobres provendrían de este renglón.
Se calcula que aquí se ubican unos 14,9 millones de colombianos (30,8 % de la población), cuyos hogares tienen ingresos acumulados de $1,8 millones a $9 millones mensuales. La preocupación se concentra especialmente en las partes más bajas de este renglón y un poco también en las de la zona media.
Desde una perspectiva macro, la mala racha de la clase media tiene un efecto dominó en el resto de esquinas que componen la producción y el consumo. La vieja frase del aleteo de la mariposa que causa un huracán aplica de cierta forma en este escenario.
Para el BID, la clase media tiene la capacidad de mover la economía nacional y generar prosperidad para más personas por su incidencia en la generación de capital, su capacidad de compra, su demanda de bienes de calidad y su efecto multiplicador del gasto (encadenamiento).
En muchos hogares el número de personas trabajando o con capacidad de llevar un ingreso se redujo a uno, lo que significa atender las mismas necesidades con menos presupuesto. Como todavía no se han reactivado por completo todos los sectores de la economía, muchos han tenido que recurrir al rebusque, algo que impacta la calidad del empleo en el país. En la calle, resbalarse en la escala social tiene consecuencias con impactos diarios y tangibles.
Walter Ruiz, propietario de la discoteca La Duboney, en Cali, se gastó los $160 millones que tenía en ahorros en mantener su casa y su negocio, a pesar de que desde que comenzaron las restricciones ha podido abrirlo muy pocas veces. “Ya siento que no voy a dar más, en este momento la situación es muy crítica, pero no he pensado en cerrar el bar. Vamos a ver hasta dónde logro sostenerlo”.
Para ayudarse económicamente, tiene pensado recurrir a un préstamo que le dé el impulso para empezar otro negocio: producir alimentos en su finca. “Uno trata de sobrevivir con lo de uno mismo porque aquí no ha habido ayuda de nada; tendría que ser tonto para esperar subsidios del Estado”, advirtió.
Ruiz se ubica en un renglón particular, pues cuenta (o contaba) con recursos propios para escampar el primer año de la pandemia y con acceso a crédito. Pero la erosión de su patrimonio, anudado a más deudas, puede producir un resultado nefasto si la recuperación económica no despega.
En medio de un tercer pico que no cede y con un ritmo lento de vacunación, el escenario de personas como Ruiz se torna peligroso.
La pandemia ha golpeado más duramente a las personas que no alcanzan a clasificar a los programas sociales del Estado, pero que tampoco tienen grandes rentas ni posibilidades de solventar la crisis con holgura. Un renglón que se ha comenzado a reconocer como la población sándwich.
Muy pocos subsidios beneficiaron a la clase media, entre ellos el Programa de Apoyo al Empleo Formal (PAEF), duramente criticado por sus bajos montos y coberturas. “Nos dieron la mitad del salario mínimo de abril a septiembre.
Uno no puede ser malagradecido, pero ese pago no servía para mayor cosa; hubo un olvido absoluto por parte del Gobierno”, contó Andrés Rodríguez, quien se dedica al transporte escolar hace más de diez años, pero pasó once meses rebuscándose lo del diario vivir. Y cuando se reactivó el servicio, no fue como que todo volviera a la normalidad, pues tuvo que conseguir $6 millones prestados para poner la camioneta al día, adecuarla a las medidas de bioseguridad, pagar seguros y renovar papeles.
Su ingreso sigue siendo bajo, pues la mayor parte se le va en pagar las deudas adquiridas. “Ya no hay cómo, no hay manera”, lamentó.
Los economistas han insistido por años en que la clase media colombiana todavía no se ha consolidado y que es particularmente sensible a coyunturas como la actual, aunque en condiciones normales viva bien.
“Hay una clase media compuesta por trabajadores independientes con ingresos altos que sí son vulnerables, no son lo suficientemente pobres para estar en el Sisbén o recibir ayudas del Gobierno, pero tampoco son ricos. El Estado no sabe que existen y se necesita que las personas sean visibles para que sean objeto de política social”, señaló Mauricio Santamaría, presidente de ANIF.
La fórmula para resolverlo
Y en medio de este panorama, con tensiones sobre la población sándwich y menos opciones laborales y sociales para los más pobres, entra al escenario la reforma tributaria que el Gobierno radicó en el Congreso de la República hace más de una semana, la cual busca recaudar $23,4 billones adicionales para asumir y mantener el mayor gasto social que se vendrá en ayudas económicas. Según ANIF, Colombia necesitará 25 puntos adicionales del PIB para ello.
Alberto Carrasquilla, ministro de Hacienda, aseguró que la reforma tributaria reduciría la pobreza en 4,2 puntos porcentuales y la pobreza extrema en 7,9 puntos porcentuales; además, llevaría el índice de desigualdad (Gini) a menos de 0,48 puntos.
Antes de la pandemia este indicador se ubicaba en 0,52, pero se cree que pudo haber llegado a 0,57, de acuerdo con César Tamayo, decano de la Escuela de Economía de EAFIT.
ANIF calcula que se necesitarían $17,2 billones en transferencias para seis millones de hogares, “lo que nos costó el COVID lo vamos a pagar los próximos cincuenta años”, advirtió Mauricio Santamaría, presidente del Centro de Estudios Económicos. Según el Ministerio de Hacienda, solo para el pago de Ingreso Solidario se necesitan $4,6 billones anuales, un poco menos de lo que se recaudaría en IVA en 2022 tras la reforma ($7,3 billones).
Además de estas propuestas, varios analistas han señalado los peligros de asignar más cargas a la clase media, especialmente a sus renglones más vulnerables. Y, en cambio, han comenzado a elaborar iniciativas para gravar más fuertemente a los renglones más privilegiados entre los más ricos.
De las decisiones que tome el Congreso en sus debates (que podrían arrancar esta semana) penden muchos asuntos: la velocidad de la recuperación de la economía, la posibilidad de cerrarle el paso a la expansión de la pobreza y el sostenimiento de la calidad de vida de personas que están por fuera de la ayuda del Estado, pero que ciertamente necesitan que la marea mejore para poder seguir avanzando en vez de retroceder.
No dar una discusión de fondo sobre cómo nivelar la cancha en favor de quienes más lo necesitan se antoja como la decisión más mezquina de todas, incluso en un año preelectoral.–EE
Foto: Semana – Uniandes
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