La ruta de los colonos en Argentina
En numerosos rincones de Argentina se afincaron a lo largo del último siglo y medio comunidades de inmigrantes que mantienen parte de su cultura original: menonitas en La Pampa, centroeuropeos en Misiones y Córdoba, judíos en Rivera, galeses en la Patagonia y “alemanes” llegados desde la zona del Volga en Rusia.
Por Julián Varsavsky/ Página 12
La mayoría llegó con expectativas falsas, incluso engañados. Ya fuese en la “nada” patagónica o en la tupida selva misionera, las condiciones en que les tocó vivir fueron extremas. A los galeses los ayudaron los generosos tehuelches en la Patagonia, mientras los polacos en Misiones pasaron sus primeras noches a la intemperie acechados por las alimañas selváticas. Pero ya estaban en la “promisoria” Argentina y no había marcha atrás, así que primó el instinto de supervivencia. Luego de varias generaciones, esos inmigrantes se asentaron en diferentes provincias, muchos de ellos manteniendo su cultura e incluso idiomas originales –ahora anticuados en sus lugares de origen– así como sus bailes, arquitectura y gastronomía. A continuación, un viaje a través de las comunidades de inmigrantes europeos a lo largo del mapa argentino.
LLEGADOS DE RUSIA
Partiendo desde la ciudad entrerriana de Paraná por la RP 11 hacia el sur, hay siete pueblos habitados casi exclusivamente por descendientes de alemanes que habían emigrado a orillas del río Volga en la estepa rusa. La idea fue de la zarina Catalina la Grande, quien pretendía poblar esa zona proponiéndoles venir caminando desde Alemania, tentados con privilegios como no hacer el servicio militar y ser autónomos del Estado ruso. La idea de estimular el desarrollo agrícola fue un éxito, pero muerta Catalina se perdieron los privilegios y luego de cien años esos hijos de alemanes decidieron emigrar otra vez. Y lo hicieron a la provincia de Entre Ríos en 1879.
De la sucesión de pueblos de “alemanes del Volga”, el primero desde Paraná es Aldea Brasilera, originalmente Brasiliendorf. El nombre es porque sus fundadores pasaron un año en Porto Alegre antes de trasladarse a Entre Ríos.
En Aldea Brasilera el restaurante Munich es el eje turístico. Pertenece a la familia Heim, cuyos antepasados estuvieron entre los fundadores del pueblo. Allí se saborean platos como salchichas con chucrut, tortilla de cerdo con colchón de chucrut o una bandeja alemana para dos personas como lomo de cerdo, salchicha ahumada, panceta, papas alemanas y chucrut. Además la familia hace su propia cerveza artesana (teléfono 0343-4853015).
San Francisco es otro pueblo interesante por su antiguo cementerio en medio de la nada del campo, donde hay tumbas con ruinosas torres góticas. Esta es la aldea más pequeña de todas, donde viven diez familias. Sus niños aprenden a hablar alemán antiguo antes que español y por eso tienen un acento germano muy marcado.
RUBIOS MISIONEROS
La provincia de Misiones es la más poblada de todas por inmigrantes europeos llegados bajo el concepto de “colonos”, quienes en lugar de instalarse en las ciudades lo hicieron en pedazos de tierra virgen que se les entregaron para que echaran raíces.
Una gira por el mundo de los colonos puede comenzar en el centro-sur de la provincia, en la ciudad de Oberá, donde se organiza cada septiembre la Fiesta Nacional del Inmigrante. Subiendo hacia el norte por la RN 14, a la vera de la ruta en el kilómetro 899, hay un establecimiento de turismo rural llamado el Edén de Pedro y María (teléfono 03755 15-609747) cuyos anfitriones tienen un restaurante bajo un quincho donde sirven manjares preparados con pescados que ellos mismos crían en estanques.
A la finca se llega por un camino de tierra roja que se desprende de la RN 14 en las afueras de Campo Viera. El visitante puede tirar la caña y atrapar su almuerzo, mientras conversa con Andrés Jesús Rogaczewsky, propietario del lugar. Su padre llegó de Polonia en 1927, con ocho años de edad, y su familia recibió un lote de 25 hectáreas.
La promesa de una América dorada resultó para aquellos inmigrantes un mero bosque virgen, donde tumbaron árboles e hicieron una choza, acechados por víboras y mosquitos. Pero esas condiciones eran preferibles a las guerras europeas.
Andrés Jesús tiene un aspecto polaquísimo, rubio con cachetes rozagantes y ojos muy claros. Su hablar es misionerísimo, de monte adentro, con las inflexiones y la métrica del guaraní. El abuelo de Rogaczewsky era aserrador, así que se las ingenió bien al llegar.
La pesca es rápida –el estanque está lleno de pacúes y carpas húngaras– y en una hora la mesa está servida con un suculento pacú a la parrilla y toda clase de delicias en base a pescado: bombas de mandioca, empanadas, croquetas, milanesas y albóndigas.
La vida del colono misionero, ya en segunda y tercera generación en el país, sigue siendo peliaguda, a veces en el límite con la pobreza. Pero en las chacras se produce todo lo necesario para comer salvo el aceite y la sal.
En un día común, Pedro se levanta con el sol, lleva a los chicos al colegio, vuelve a la chacra y corta el pasto. Les da de comer a los peces y luego hace alguna mejora en la casa de madera. La rutina se repite los fines de semana. También tiene que limpiar la pileta que usan las familias que llegan a pasar el día y debe arreglar todo el tiempo el sistema de acequias de los estanques. Además tiene una plantación de té y otra de yerba que arrienda y no tiene un solo empleado: sólo lo ayudan los más grandes de sus cinco hijos en edad escolar. “Por lo menos, acá no tenemos que regar, pero llueve tanto que el tiempo se nos va en desmalezar”, agrega Rogaczewsky, que también tiene una pequeña plantación de choclo, saqueada cada tanto por los monitos. “Yo he visto cómo vienen, atan dos mazorcas con una hoja, se la cuelgan en la espalda y se las llevan”, agrega entre risas este argentino-polaco que es, sobre todo, misionero de corazón.
EL TIROL CORDOBES
En las sierras cordobesas del Valle de Calamuchita hay dos pueblos con “aire” tirolés: Villa General Belgrano y La Cumbrecita. El primero es famoso por un masivo Oktoberfest y sus casas con techo a dos aguas donde la madera barnizada es el elemento clave de la decoración, también en balcones, ventanas y carteles con el nombre de las calles y los negocios. Las comunidades asentadas en el pueblo son de origen español, holandés, ruso, suizo, alemán, austríaco, italiano, escocés, irlandés y ucraniano.
La Cumbrecita es más pequeña y tranquila que Villa General Belgrano. Al llegar la sensación es que en algún rincón de los Alpes suizos hubo una aldea que por un mágico sortilegio desapareció del mapa y cruzó el océano para reaparecer en lo alto de las Sierras Grandes. Ya desde el camino de tierra que sube a las sierras se ven los techos puntiagudos de las casas alpinas, entre bosques de pinos, robles y abedules.
Este es un pueblo peatonal y por eso el auto se deja en un estacionamiento. Quienes no quieran caminar pueden hacer un paseo en un carrito de golf eléctrico que no contamina. Fuera del horario peatonal –de 10 a 18– sólo se permite a los residentes ir en auto hasta sus viviendas. Si los turistas se alojan en el pueblo deben dejar el vehículo en el estacionamiento del hotel.
Los orígenes de La Cumbrecita se remontan al año 1934, cuando un berlinés llamado Helmut Cabjolsky compró 500 hectáreas en esta zona para construir una casa de fin de semana. En verdad lo que el señor Helmut añoraba era un pueblito alemán llamado Berchtesgaden, donde solía retirarse a descansar. Pero Cabjolsky no podía volver a Alemania porque su esposa era judía y por esa razón lo habían despedido de su trabajo en Siemens de Buenos Aires. Así surgió entonces la primera casa de estilo alemán en el cerro Cumbrecita. Al poco tiempo comenzaron a llegar de veraneo los familiares y amigos y se construyó una casa de huéspedes. Y más tarde se lotearon los terrenos para ponerlos a la venta con una condición muy particular: el boleto de compraventa estipulaba que solamente se podía levantar casas de estilo alpino.
Es así que quienes se acercaron a vivir en la zona fueron en su mayoría personas de origen centroeuropeo que trajeron consigo las religiones católica, protestante y judía. Y para albergar esa diversidad se construyó una hermosa capilla ecuménica compartida por todos los credos.
GALESES EN LA PATAGONIA
La historia de la inmigración galesa es una de las más singulares en Argentina, entre otras cosas porque tuvieron excelentes relaciones con los tehuelches, con quienes tejieron lazos de profunda amistad, llegando incluso a pedir clemencia por sus amigos aborígenes ante el general Vinter en 1883.
Un total de 153 galeses llegó a Chubut en 1865, navegando desde Liverpool en la nave Mimosa. Lo que los trajo a la Patagonia fue el abuso de los capitalistas mineros ingleses, que los explotaban en las minas de carbón en Gales. También los terratenientes de la corona inglesa avanzaban sobre las tierras galesas, prohibiéndoles el uso de su idioma y las creencias religiosas. Y es quizá por esa razón que nunca se les ocurrió sojuzgar a los tehuelches, sino hacer intercambios comerciales de igual a igual, y aprender de ellos a cazar con boleadoras. Los galeses fundaron la ciudad de Rawson en 1865 y más tarde Trelew.
Para tener un acercamiento actual con la cultura galesa lo ideal es visitar pueblos como Trevelin y Gaiman, este último ubicado en el valle inferior del río Chubut. Allí se saborea el tradicional té gales con tortas y se visitan su capilla Bethel Vieja –levantada en 1875– y otras dos donde se practica canto coral.
MENONITAS PAMPEANOS
La colonia menonita Nueva Esperanza, cercana al pueblo pampeano de Guatraché, es la que mantiene más rigurosa y puritanamente su modo de vida original casi como en la Edad Media. Es una comunidad totalmente cerrada al mundo exterior: sólo entran por un rato viajeros de paso y comerciantes. La manera correcta de visitarla es contratando un guía aceptado por los menonitas en la Dirección de Turismo de Guatraché. Cualquiera puede cruzar el pueblo por su cuenta, pero para entrar a las casas y conversar con los pocos de ellos que hablan español, se necesita el guía.
Por la calle todos son rubios de ojos azules, altos y de piel transparente. Las mujeres usan vestido largo sin botones, un pañuelo les cubre cuello y cabeza, y calzan anticuadas sandalias arriba de medias blancas.
Gertrudis es una de ellas, nacida aquí hace 22 años. Habla español con acento alemán y pequeños errores. Su hermana, cinco años mayor, casi no entiende el castellano. Con el guía Gertrudis habla y bromea, pero a los extraños les responde con monosílabos, negando conocer incluso a Messi o a Maradona.
Los menonitas son anabaptistas, un grupo derivado del protestantismo de Lutero, cultores de un cristianismo ascético donde está prohibido el uso de la luz eléctrica, así como escuchar música, hablar por teléfono y tener auto, radio o televisión. En su vida cotidiana hablan un antiguo dialecto que mezcla alemán con holandés, que hoy no entienden alemanes ni holandeses. Viven ajenos a cualquier idea de patria, tierra prometida o Estado. Tienen DNI pero no votan.
Los niños menonitas asisten a escuelas propias donde no leen otra cosa que la Biblia y aprenden a sumar, restar y dividir. La mayoría de los 1500 habitantes no sabe quién fue San Martín.
Caminar por las calles de tierra de Colonia Esperanza –donde sólo avanzan carros tirados por caballos– es como hacerlo por una aldea medieval europea fuera de tiempo y lugar. En los carros llevan tarros de leche, la principal actividad de los menonitas. También son excelentes herreros, carpinteros y zapateros. Cada casa tiene un campo sembrado alrededor y muchos niños jugando en el frente, considerados un regalo de Dios, cuya llegada no se debe evitar.
En el almacén de ramos generales Don Jacobo atiende vistiendo su mameluco de rigor –como todos los hombres y niños del pueblo– y al caer el sol alumbra su negocio con un tendido de caños de gas hecho con lámparas de camping. En un estante hay cinco rústicas planchas de acero como las de antes, que se calientan a carbón.
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